10 dic 2013

NAVIDADES CON LOS EXPLORADORES DEL TIEMPO - DÍA 10

¡Buenos días!

Hoy es el décimo día de nuestro especial navideño y como regalo les traemos un cuento nunca antes publicado, llamado "50 / 50". Con respecto al final, vos vas a poder decidir si es definitivo o no. Si tendrá un "FIN." o un "¿FIN?", eso caerá en tus manos, en tu consideración. Por lo pronto, nos limitamos a presentártelo y a desearte, como siempre, una muy...

¡FELIZ 'NAVIDAD CON LOS EXPLORADORES DEL TIEMPO'!

50 / 50
Era una oscura habitación. Solo había un foco en el medio, encima de una mesa con dos sillas enfrentadas, pero el cuarto era demasiado grande como para ser iluminado solo por él. Era un sótano frío, y tenebroso...había charcos de alguna pérdida de agua, y el aire olía a suciedad y a humedad. Sobre la mesa de madera había un revólver calibre 357 Magnum, seis balas, y solo una rata de alcantarilla sería testigo de los eventos que ocurrirían allí. La puerta de metal de la sala se abrió, y el cuarto se iluminó por un momento, aunque pronto, al cerrarse, todo se volvió a oscurecer. Por la entrada ingresaron tres hombres, dos de ellos con los ojos vendados y esposas en sus manos, y uno con un uniforme militar y cargando una pistola.
El oficial los sentó enfrentados a los dos prisioneros que tenía en su custodia y los observó primero a uno y luego al otro. Él sonrió, y luego les quitó las vendas y les fue quitando las esposas mientras les decía:
Estoy armado, ¿oyeron? Así que no intenten nada estúpido. El primero que mueva un dedo de más le vuelo la cabeza, ¡¿escucharon?! A lo que los otros respondieron asintiendo temblorosamente. Poco a poco los dos fueron acomodando sus ojos a la oscuridad y a comenzar a distinguir las cosas que había a su alrededor, y primero uno y luego el otro exclamaron:

¡Hermano!, ¡tú no!
¡Hermano, ¿qué te hicieron?!
Hey, nada de hablar. Quédense quietos o juro que verán al otro morir antes de morir ustedes…
Entonces ambos fijaron la vista en la mesa que tenían en frente, y en lo que había allí. De inmediato, sin que el oficial dijera una palabra más al respecto, ambos supieron de qué se trataba la cosa, pero se quedaron callados. Iban a tener que jugar un terrible juego que se llevaría la vida de uno o la del otro. Sus “crímenes”, por así decirlo, los habían enviado hasta allí para que mueran o vean morir al otro de una manera horrible, pero… ¿realmente no tenían otra opción? ¿Tenían una posibilidad de 50-50 de salir con vida de esa escena? Los hermanos se miraron, luego a la pistola con la que tendrían que jugar a la ruleta rusa, luego al militar, y sus cerebros maquinaron el mismo plan al mismo tiempo, pero para que funcionase, había que jugar bien las cartas que tenían. El menor error, y las cosas se volverían en su contra de un segundo a otro.

— ¿Saben lo que tienen que hacer, verdad? ¡¿Lo saben?!
Los hermanos se miraron, y asintieron con miradas apesadumbradas, mirando al suelo. ¿Dónde estarían en aquel momento? ¿Sería muy difícil salir de ese sótano horrible y dirigirse a la libertad que merecían? ¿Qué habría afuera esperándolos?
—Entonces comiencen, apuren. No tengo todo el día para esto.
El militar apuntó a uno con un arma y él se dio cuenta de que tendría que empezar. Con mucho pesar y no con la rapidez que le demandaban, el que estaba más cerca de la puerta puso una única bala en la pistola y giró el tambor sin mirarlo para que ninguno de los dos supiera cuándo le tocaría morir, aunque discretamente él enseguida lo supo. El militar mismo debió ser quien preparara la pistola, pero no quería contaminarla con sus huellas digitales ni tomarse la molestia. Cuando ésta estuvo lista, el hermano encargado la dejó sobre la mesa los dos, luego de intercambiar una mirada cómplice, miraron al oficial.

Éste sacó de su bolsillo una vieja moneda y, dejando colgar su pistola para elegir al primer afortunado, puso la moneda encima de su mano y le dijo al que había puesto la bala en el tambor:
— ¿Cara o cruz? —Y el interrogado respondió eligiendo cara, haciendo que el oficial de inmediato lanzara la moneda al aire y se quedara mirándola descender hasta su palma abierta. Cuando la colocó en posición y la tapó con la otra mano, se permitió un segundo para ver el resultado y, sonriendo, le dijo a su prisionero: —Mala suerte, niño bonito. Comienzas tú.

El chico no se sorprendió, más fingió que si, en una expresión que al militar le debió resultar convincente, pero que a su hermano que tan bien lo conocía no debió engañar. Tomó la pistola con manos temblorosas, de forma exagerada según el otro pensó, pero que conseguían satisfacer el espectáculo que el militar se estaba llevando de la escalofriante escena, y apuntó el cañón a su sien.
—Déjame que cuente la primera vez, luego podremos hacerlo más rápido y entretenido. Cuando diga tres, gatillas, o gatillaré yo a tu hermano. Puedes hacerlo sencillo, sabes. Intentar presionar seis veces, hasta que tarde o temprano suceda, y salvar a tu hermano. A él no creo que le agrade la idea, pero aún así, tienes todo tu derecho de decidir qué es lo que va a pasar. Podrías entregarte a la muerte, o darle la posibilidad a ésta de que se lleve a tu hermano en uno de los intentos…

—De cualquier manera los dos vamos a terminar muertos, así que, ¿de qué me serviría alargarle el suplicio un poco más? Me llevaría yo la gloria si muriera primero y dejara de ser torturado todas las noches como nos lo estuvieron haciendo este último mes—respondió el hermano que se apuntaba a la sien, mientras el otro lo miraba fijo a los ojos. El militar no se esperaba una respuesta tan atolondrada, por lo que tomó su rifle, lo cargó veloz, y apuntó hacia la puerta.
—Su padre también está allí afuera, por si no lo sabían. ¿Quieren que lo llame y hagamos la escena más interesante? Ver a uno de sus hijos morir, ver a los dos muertos de miedo llevarse la pistola a su cabeza…—sonrió con exquisitez, como si encontrara toda esa situación tan suculenta como una buena comida caliente en pleno invierno.
— ¡No! —Exclamaron los hermanos al unísono. El oficial volvió a mostrar sus dientes amarillos y malolientes, pero no se movió de su lugar. Señaló al que había bajado un poco el arma al oír la amenaza de traer a su padre y éste dudó sobre qué hacer, hasta que el uniformado habló:
—Entonces comienza, imbécil. O no morirá ninguno y serán torturados hasta una muerte mucho más lenta y horrible que esta. Tú decides.

Al hermano que se llevó la pistola de nuevo a la cabeza lo extrañaron esas palabras. ¿Él podía decidir, después de que se hubieran esforzado tanto en hacerle entender que no era más que un pedazo de inmundicia a la merced de los uniformados? ¿Quién en su sano juicio le hubiera dicho que él ahora tenía el poder de la decisión? Esas palabras le habían dado un súbito sentimiento de valentía, y mirando a los ojos del oficial y no de su hermano, accionó el gatillo, y como estaba previsto, nada ocurrió. Solo el tambor se corrió hacia el siguiente orificio, el que casi se había suicidado ni se inmutó. El oficial lo miró desafiante, como no entendiendo qué había sucedido, pero le hizo una seña para que le pasara la posta a su hermano y el otro tomó el revólver con una mano más temblorosa. Ahora sus ojos sí se encontraron, y la expresión del que recién se había salvado tranquilizó mucho al otro, pero la pistola que sostenía en su mano y llevaba ahora a su sien seguía traqueteando silenciosa.

Cerró los ojos, accionó de vuelta el gatillo, y se estremeció al hacerlo, como si le hubieran tirado un balde de agua encima, pero solo se oyó el goteo de una cañería cercana, el flujo de corriente que mantenía la lámpara encima de la mesa encendida, y la respiración de las tres figuras que se hallaban allí. La pistola volvió temblorosa a la firme mano del primer hermano, y éste titubeó antes de llevarse a la sien. No porque no se lo esperaba, sino porque estaba decidiendo algo de último momento, pensando rápidamente una fase del silencioso plan maquinado en su cerebro que no había previsto la mirada tan penetrante del oficial de pie a su lado, vigilándolo omnipotente y no dejando posibilidad ni margen de movimiento que no estuviera relacionado estrictamente con el macabro juego.

Entonces el milagro ocurrió. La distracción perfecta cayó cuando el hermano estaba por apretar el gatillo por segunda vez, y se oyó muy claro y amplificado por el silencio que reinaba en el cuarto, los rasguños repentinos de las garras de una rata arañando la puerta de metal por la que habían entrado. Mala idea fue la de parte del oficial al darse vuelta para comprobar el origen del sonido, porque un segundo después del ruido del disparo del calibre 357, su cuerpo pronto inerte cayó estruendosamente en el suelo, sangrando por el orificio que se le había abierto en la nuca, y su vida llena de atrocidades pronto acabaría al veloz ritmo en que el líquido vital que corría por sus venas se extendía por el frío y húmedo piso del sótano.

Los hermanos se miraron, y el que había disparado dejó la pistola sobre la mesa con cuidado, y aguardó unos momentos antes de arrastrar del pie el cuerpo del oficial más cerca de él para buscar la llave de las esposas que les seguían reteniendo a la silla las piernas y una de sus manos. Un minuto después estaban de pie, armados uno con el rifle y el otro con el revólver con cinco balas, arrimando sus orejas a la puerta. No se oía nada allí, por lo que salieron a la luz. Habían hecho mal en creer que verían la luz del sol detrás de las puertas, pero las escaleras que los guiaron hacia la libertad eran casi tan reconfortantes como lo sería la luminosidad del astro mayor. Cuando terminaron de subir los escalones de dos en dos, la fábrica abandonada en la que se encontraban no mostró mayor cosa que eso: era un gran galpón sin una sola alma aguardándolos. Y afuera tampoco estaban aguardando por ellos. Había un coche militar escondido a unos metros, pero nadie lo vigilaba. En la guantera buscaron un mapa, ya que el manojo de llaves robadas para abrir las esposas también tenía una que parecía encajar perfectamente en la ranura de ignición del vehículo, pero más feliz fue oír el canto de los pájaros, sentir el calor del sol, respirar el aire fresco, y hacerse la idea de que sus posibilidades de salir con vida del lugar en donde se encontraban ya eran mucho más favorecedoras que ese patético 50-50 del que se preocupaban hacía momentos.

Encontrar a su padre, escapar al extranjero, vivir felices. Ése no era el reto ahora. El reto sería olvidar todo lo vivido y todo lo sufrido. Pero uno de los hermanos no quería olvidar, porque eso significa desacreditar el hecho de que en realidad sucedió, dar la batalla por terminada y sucumbir ante el poder de aquellos que los habían sometido y torturado. No. Eso no. Eso nunca. Preferirían morir antes de olvidar y dejarles ganar a ellos, a los uniformados, a los que se creían con el poder.


La batalla recién había comenzado, y lejos estaba de terminar…

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