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Una red bidimensional
un entramado de perdición.
La telaraña repleta de brillo,
el secreto en plena transformación
la desconfianza racial.
El problema del prejuicio,
las ventajas de la precaución,
y la inalcanzable salvación.
Ahí se produce la estática.
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DÍA 17
Estática
—
¡Te lo juro, estática estaba la mina! —Le dijo Sebastián a su amigo mientras se
tomaban un café. Era el after-office, y estaba muy concurrido el lugar, como
solía. El humo de cigarrillos tanto legales como ilegales contaminaba el aire
pero a pocos les molestaba. El lugar se prestaba para ello. Era ruidoso aunque
el ambiente fuera tranquilo, pero no era por eso que el dúo se encontraba
charlando ahí justamente. Un sorbo más, y continuó: — ¡Se quedó ahí, medio
tarada medio embobada en frente mío y no supe que hacer!
—
¿Pero cómo pudo ser? ¿Qué cagada te mandaste? —Contestó Mario, dando otra
pitada.
—Bueno…era
una situación complicada, ¿viste? Intenté despabilarla, pero seguía como en
trance la loca, re misterioso era todo. Posta. Pero no estaba actuando, ¿eh?
Tenía los ojos medio idos y se había puesto pálida la mina, y en seguida pensé
“¡la maté!”. Y eso que yo no hice nada...
—Pero
para que justo se quedara así en el medio de una conversación le tenés que
haber dicho algo re groso… o re pelotudo.
—Le
dije que quería…viste—dijo, haciendo una pausa para decidirse entre confesarlo
o no. —Le dije que me pasaban cosas con ella, eso le dije.
—
¡¿Qué?! ¿Vos estás loco, flaco? ¿Confesarle amor a una cosa así?
—
¡Eh, che, más respeto! Madurá un poquito, pibe, que hace rato que se sabe que a
personas como ella se las tiene que tratar mejor. Ya no son bichos raros, ni
nada. Tienen los mismos derechos que vos.
—Bueno
pero… ¿enamorarte, Seba? Habiendo tantas minas buenas, ¿te venís a enganchar
con una así?
—
¿Y qué querés que haga, boludo? No es fea, y siento que me re entiende, o sea…
—Ah,
bueno. Na, no me podes decir eso, te fuiste al carajo, Seba…—Contestó en tono
de burla, y se acercó la taza a los labios para terminársela. Mario se puso de
pie, se puso el pucho en los labios para usar las dos manos y buscó en un
cierre de su billetera un par de monedas para dejarlas sobre la mesa. —Después
me contás cómo terminó porque me tengo que ir, loquito. ¿Mañana vamos al
partido o no?
—
¡Y sí, si ya me hiciste comprar la entrada y todo! —Le dijo, parándose también
y dejando dinero en la mesa como su amigo. Los dos agarraron los abrigos y se
despidieron de la camarera antes de marcharse de allí. Estaba fresco afuera, y
más silencioso. Dejó de oírse la música, las carcajeadas de algún loco borracho
y en cambio, los sonidos se limitaron al correr de alguna brisa y el clásico
ruido de fondo de la ciudad a esa hora: el tráfico, las puteadas y los
bocinazos, que estaban tan incorporados a ellos que ya ni les prestaban
atención. La luz de un farol al lado del cartel del restaurante alumbró lo
suficiente para que Sebastián encontrara la hendija donde meter la llave en la
puerta de su nave y, tras dedicarle unas pocas palabras a Mario, que iba a
buscar su vehículo al otro lado del estacionamiento; el tipo se marchó de allí.
El
ronroneo de la nave ya le era tan familiar y reconfortante que tranquilamente
se hubiese podido estirar y echar una siesta si no hubiera tenido que esperar
por la hipervelocidad. Eligió volar por una ruta no marcada y más alejada del
centro de la ciudad Capital para ir más rápido. El cielo negro azabache y las
estrellas brillando como salpicaduras resplandecientes en todo el firmamento le
dieron una sensación agradable, como siempre lo hacían.
El
café neptuniano era somnífero para la gente de la Tierra , acostumbradas a la
cafeína. Éste estaba hecho para otros tipos de organismos, pero era mucho más
gustoso y espumoso, por no mencionar barato. No era precisamente la mejor
opción si debías hacer un viaje tan largo como el que él había comenzado, pero
a Mario le gustaba y a él no le apetecía en ese momento complicarle las cosas a
la camarera, ella que tan gauchita era siempre con ellos.
Mario
y su mujer vivían afuera, en el sistema vecino, pero él trabajaba con Sebas en
una planta en Titán. El bar en Neptuno le quedaba de pasada a su amigo y a él
no le convenía acompañarlo por lo mucho que les gustaba charlar ahí y por lo
tarde que se solían ir a sus casas, pero a él dos por tres no le molestaban los
kilómetros extra si era un viernes y si no tenía nadie que le rompiera las
pelotas por llegar tarde a su casa. Ahora eran él y el estéreo de la nave. No
muy fuerte, no muy despacio, algo bueno, y volar lo más rápido posible. Ese era
el menú para los viernes a la noche desde hacía dos años y no lo hacía variar
mucho.
Cuando
no tenía ganas de manejar ponía la nave en piloto automático y hasta podía
echarse atrás y mandarse mensajitos con alguna pibita a ver si esa noche tenía
suerte. Generalmente, tenía que arrancar de temprano o un día antes si quería
que algo pasara, y ni hablar de irla a buscar esté donde esté y después
llevarla, pero hacía dos semanas que él venía re embobado y ni mensajes se
gastaba en mandar. Moría por escribirse con ella, con la chica de la que le
hablaba a Mario en el café, pero como habían dicho, enamorarse de una
camaleónica era bravo, y más lo era confesarle a una tener esa clase de
sentimientos hacia ella.
Nunca
había escuchado de una que se hubiera tildado completamente por cinco minutos
al escuchar a un humano decirle que la quería, pero si le habían advertido que era
mejor no mezclarse. No porque tuvieran algo malo, sino porque no eran del todo
convencionales a la hora de formar parejas. Para andar con una camaleónica, por
más centradas y buenas pibas que te parecieran, verdaderamente te convenía una
chica corriente, histérica y todo. Había muchas diferencias, aunque sí decían
que el sexo era espectacular. Eso nadie se lo negaba, pero no valía la pena si
podías estar con una prostituta común y corriente.
¿Pero
podrían culparlo? A él no le importaban los rumores de las habilidades en la
cama de esa clase de chicas, a él le importaba lo bien que se sentía al lado de
Hina. La había mandado Recursos Humanos para un puesto importante en la planta
dónde él trabajaba junto a su amigo. Resultaba irónico que aún mantuvieran el
nombre de Recursos Humanos cuando ayudaban también a alienígenas inmigrantes de
una galaxia cercana, pero hay cosas que se mueven más rápidas que otras. Los
derechos eran ahora los mismos para todas las criaturas, pero las costumbres no
se suelen cambiar así como así.
Costaba
hacerle entender a la sociedad que hay cosas que resultan ofensivas cuando se
tratan a los camaleónicos de la misma manera que a los humanos. No hay que
diferenciar los tratos, porque ellos hasta se regían con morales muy similares,
pero a la gente se le olvidaba dos por tres que catalogarlos de humanos era la
parte de la inclusión que no debía hacerse. Era raro de entender, pero nadie se
molestaba ni un segundo en ver las diferencias y conocer los verdaderos límites
con esas criaturas. La mayoría les decía “buenos días” por la calle como a
cualquier otra persona, pero no había mucho más trato.
Los
casos de parejas eran contados, los de hijos y matrimonios casi inexistentes:
había mucha aislación, mucha dejada de lado. Pero él no era como todos los
demás. A Sebas no solo le intrigaba una camaleónica, no solo sentía algo de
empatía por ella y buscaba sentarse a su lado en el almuerzo o incluirla en las
discusiones, sino que estaba perdidamente enamorado de Hina. Había algo en ella
muy difícil de describir, que lo volvía loco, y de tan solo recordarla todo se
volvía tan pacífico y fácil que hasta se asombraba a veces de lo tarado que lo
dejaba.
Sebas
salió de su ensimismamiento cuando la computadora de abordo le informó que
había llegado a la órbita de Urano. “¿Ya, tan rápido?”, pensó, dándose cuenta
que hacía rato que el disco que había puesto había terminado. Ni bola le había
dado. Probablemente se debía más al cansancio que al enamoramiento. Tampoco podía
decirse que él estaba idiotizado solo por ella. Era por un conjunto de cosas,
pero ella sobresalía.
Voló
un poco más hasta que las densas nubes de la atmósfera se lo tragaron por
completo y recién tras un poco más de avance por radar, aterrizó allí, en su
condominio flotante. Una especie de casa con formato de departamento flotando
en una gigantesca cúpula con base metálica a motor lo esperaba como todos los
días. No tenía muchos vecinos, y ciertamente era una de las vistas más
deprimentes de todo el universo, pero por eso mismo era un lugar tan barato, y
no estaba tan mal.
La
casa se auto-abastecía de recursos como gas, electricidad, cable, internet y
agua potable, reciclaba la basura, y él tan solo tenía que comprar los
alimentos cada tanto. Le hubiese encantado que allí lo estuviese esperando Hina
en la cama ya tibia y dispuesta a hacerle una sesión de masajes que lo
relajaran hasta dormir y despertar a su lado recuperado del estrés de la semana.
En su lugar, una mucama-bot lo esperaba con toallas limpias, una bata seca que
ponerse luego de la ducha y una cama que por más que estuviera tendida y
perfumada, estaba helada y no podía hacerlo sentir más que una horrible
soledad.
Sebas
la dejaba todas las mañanas a cargo y ella hacía todos los quehaceres,
preparaba su almuerzo y cena y mantenía el orden en el hogar. Durante el fin de
semana la desconectaba y se las arreglaba él porque, después de todo, a él le
gustaba cocinarse y ocuparse un poco de sí mismo. El lunes la mucama retomaría
la limpieza y dejaría todo como si nunca se hubiese ido. Los viernes, sin
embargo, la rutina era otra. Quedarse largos ratos mirando películas era una de
sus actividades favoritas, y la ginoide lo complacía trayéndole pochoclos,
gaseosas, o haciendo lo que él le dijera, en realidad.
Dos
por tres sentía que tener a una fembot de personal de limpieza era sexista e
irracional, innecesario, pero la personalidad femenina de ella le traía algo a
la casa que él a veces no podía comprender pero le encantaba. Le hacía recordar
a su madre, más habiendo programado a la mucama para que lo trate desde esa
perspectiva, y no se sentía culpable por ello. En cierto modo, aunque un mero
conjunto de tuercas y cables no le hiciera justicia, la sentía junto a él en
todo momento, y con ese alegre pensamiento, media hora después, cayó derrotado
y se durmió.
Luego
de despertarse muy tarde y desayunar muy tranquilo, se preparó para el paseo
que le esperaba. Todos los sábados se tomaba un día para sí e intentaba
despejarse lo más posible, siempre en la medida que le fuera posible. Para ese
día tenía pensado irse muy lejos, así que lo emocionaba la intriga de a dónde
podría o se atrevería a llegar. Tenía el partido a las ocho, pero la nave se la
bancaba. Unos libros, una canasta con comida, un par de discos, ropa –por las
dudas-, dinero suficiente para el combustible o algún gustito que se quisiera
dar; todo puso en el ‘baúl’ de la nave.
Se
había hasta quitado los zapatos dentro de la cabina para viajar lo más cómodo
posible, pero cuando le dio ignición a su vehículo y este no le respondió,
deseó tenerlos puestos para patear todo con ellos. ¿No se supone que esas porquerías tenían
alarmas anti-todo? Si se estuviera por quedar sin combustible, si fallara el
motor, si ocurriera algo malo con los propulsores, tendría que haberle avisado.
Diez, quince y veinte minutos después de prueba y error, descanso, prueba y
error otra vez; se dio por vencido.
Miró
por la ventanilla a su solitaria casa, que ahora se veía como una cárcel al
planteársele la posibilidad de no poder salir de allí; y se sintió frustrado,
más estresado aún. En síntesis, terriblemente mal. No podía quedarse sin su
paseo, sin su day-off. Era lo que esperaba toda la semana. ¿Pero qué otras
opciones tenía? Quedarse adentro, definitivamente, no era una de ellas. Tendría
que tomar el autobús interplanetario con su pequeño equipaje encima, y llegar
hasta donde le diera el presupuesto, pero no podía quedarse ni siquiera en el
patio de su casa frente al nebuloso y depresivo paisaje. Sacó la canasta con
todo dentro, guardó su estúpido cacharro en el garaje, que el lunes llevaría a
un mecánico, y ordenó a la computadora de la cúpula flotante que lo dejara en
la parada.
Cuando
el puentecillo se abrió entre la casa y la pequeña estación y él la cruzó,
sintió por alguna razón que esa sería una mala idea. ¿Ir a Titán con esa comida
terrícola, llena de bacterias y demás? No sabía ni siquiera si eso estaba
permitido, o si le revisarían la canasta desde un principio. Sabía que el
asunto de la preservación de fauna y flora había sido muy importante y se
habían puesto densos con ello, pero hacía bastante que no usaba el transporte
público ni pasaba por controles tan exhaustivos como esos. Más que nada, la
desconfianza era por el hecho de tener a un chofer y cámaras que te vigilen a
todo momento.
Resolvió
por irse de todas formas. Ya estaba renegado de por sí, no se iba a quedar
titubeando todo el día frente a la parada. El autobús llegó al toque, y ni bola
le dieron a lo que traía consigo. En el trayecto hasta la estación en Titán se
terminó de leer El lazarillo de Tormes, y
se sintió un poco más tranquilo. Cuando se detuvo el transporte, y les
permitieron bajar, les pidieron que no contaminaran el lugar como quien pide
silencio en el cine, y eso fue toda la precaución que tomaron. Había mucha
gente en los alrededores, y él instintivamente buscó entre los rostros alguno
que pudiera conocer. Y, obviamente, allí estaba ella; pero a pesar de cuán
claro él veía esa coincidencia universal, eso no había evitado que se quedara
embobado, detenido en el tiempo. Ahora el estático era él.
Y
es jodido el destino, porque ella también lo vio. Fue entonces cuando hubo un
corte de energía que los dejó a oscuras. Cuando él fue capaz de reacciones, las
leves luces de emergencia les permitieron intercambiar divertidas explicaciones
sobre el encuentro, comentarios sobre lo lento del transporte, la naturaleza
del apagón y lo tranquilo que parecía el clima en Titán. Cuando se terminaron
las formalidades, el elefante en la bañera se hizo demasiado evidente e Hina le
pidió que accediera a llevarlo a conocer su sistema natal.
Él
no tenía nada interesante por hacer, salvo ver un partido al que probablemente
no iría, por lo que cuando se sentaron uno al lado del otro en la nave-express
y se embarcaron rumbo a ese destino tan lejano, recién allí Sebastián cayó en
la cuenta de que estaba yendo hacia un lugar que pocos humanos habían pisado
antes. Y junto a una criatura que le habían dicho era miembro de una raza…un
tanto peculiar. A pesar de estos pensamientos, él no podía evitar sentirse
tranquilo y sumamente cómodo con la camaleónica con la conversaba a centímetros
de distancia, que en esa oportunidad llevaba la piel del color del marfil y el
cabello rojo como la sangre. Todo el viaje se sintió hipnotizado por ella, por
su voz, por sus ojos; al punto en que casi no sintió el tiempo transcurrir y a
la nave deslizándose por el espacio a altísimas velocidades.
Su
percepción por los acontecimientos que se daban lugar a su alrededor se diluyó
tan pasivamente que no hubo manera de que fuera plenamente consciente del
universo en el que él mismo residía. Su universo era ella y la acalorada
conversación. Cuando tuvo oportunidad de reaccionar, estaba en su ciudad, en
uno de sus edificios. Hina lo había arrastrado por entre la estación y la
metrópolis hasta su morada. Fue entonces cuando el trance se rompió, aunque
ella fue más hábil que él.
—Perdoná
que me hubiera quedado así cuando te me declaraste. No había pensado en vos de
esa manera—le dijo, mientras sus ropas iban cayendo por el departamento. Él de
nuevo estaba estupefacto, inerte. No había nada más que le importara que
contemplarla, tan perfecta y etérea como era, en toda su extensión. Su rostro,
sus múltiples extremidades, sus pechos, su cintura…
—No
pasa nada, tampoco quise hacerte sentir así—consiguió él responder. Toda la
seguridad que sentía se había difuminado. Ahora no era más que otro de sus
hombres, desnudo igual que ella, a punto de ser poseído por sus encantos. ¿Tan
rápido había sucedido todo? ¿Tan fácil había sido conquistarla?
—No
sabía que estuvieras dispuesto, tampoco—agregó ella con voz aterciopelada,
mientras se acercaba a él, tejiendo una red a su alrededor de la que ya no
podría salir si quisiera.
—
¿Dispuesto a qué? —Inquirió cara a cara con una criatura mucho más distinta a
la que él conocía, pero igual de bella en su mente. Cuando ella contestó por
fin, abalanzada sobre su cuello indefenso, la chispa inicial que los unía ya
era toda una estática, toda una tormenta eléctrica que a ella la atraía como
hacia su polo opuesto, y a él como a su perdición.
—A
tener una primera y última noche…conmigo.
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