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Los mensajes extraviados,
esos que arriban en última instancia
y la perdición inevitable:
su hallazgo, improbable,
su duración, incalculable.
Razones confundidas en ignorancia,
declaraciones de sentimientos encontrados.
Todo comienza con el cruce de dos vidas,
con el crimen de tener una carta perdida.
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DÍA 6
Carta
perdida
—Yo no tengo nada que ver. Si quiere, le
cuento bien todo desde el principio.
Ese día era
un sábado de invierno, lo recuerdo perfectamente. Me levanté algo tarde porque
no tenía que ir a la facultad y me había quedado hasta tarde haciendo un
trabajo que por suerte había terminado. Lo revisaría más tarde, porque ese día
me había propuesto descansar. Bebiendo mi taza caliente de café caminé
descalzo, con los pies helados, hasta la entrada de casa. Por el buzón de la
puerta el cartero había dejado, en algún momento, unas cartas. Yo esperaba una
en particular con muchas ansias, y tras una rápida mirada, volví a
decepcionarme. No tenía tantas esperanzas últimamente porque es común en mí eso
de intentar no alzar mucho mis expectativas para que no duela la caída, pero aun
así deseaba que llegase y sentía que no podía esperar. ¿Hace cuánto tendría que
haber llegado? ¿Dos meses? Maldito servicio postal.
De no haber
sabido que era solo una contestación y si hubiese sido en su lugar algo de más
valor, estaría seguro de que alguien de la compañía se la habría quedado.
"Por favor, señor, ¿por qué nos trata? Puedo asegurarle que ninguno de mis
empleados haría una cosa semejante" Sí, claro. Que venga el empleado, el
cartero, el del transporte, la de atención al cliente, el conserje y quien
usted quiera y se le de las pelotas por traerme. Si alguno te dice que nunca se
llevó algo que no le pertenecía, te estarían mintiendo. Obviamente yo fui más
educado como para no decirle eso con las puteadas que se me iban ocurriendo
entre frases, y me guardé la respuesta entera para mí, pero tendría que
habérselo dicho. Ya estoy grande para andar arrepintiéndome de no hacer cosas,
pero es algo que me pasa de chico.
No había
cosa peor que irme hasta la oficina de correos y volverme con las manos vacías.
Llevaba las expectativas al cero por ciento, porque mi casa no quedaba tan
lejos. Si una carta para mí había llegado allá me la iban a traer seguro, pero
tenía que cerciorarme. No podía perderse una carta, era imposible. Y
justamente, no podía perderse esa carta. Mi café estaba tan rico que
quise hacerme otro, pero ese día tenía ganas de salir. Yo amo el invierno, y no
disfruto tanto de un paseo fresco a la mañana como de otra cosa. Por eso me
vestí, me preparé, tomé mi mochila y puse unas cuantas porquerías inútiles como
para que hicieran peso y para llevar algo dentro, y me fui. No nevaba ni
llovía, pero caía esa llovizna finita, que casi parece rocío en abundancia o
humedad tangente, y te empapaba enseguida, y no alcancé a hacer una cuadra que
ya tenía los anteojos empañados, pidiendo a gritos una limpieza.
No me iba a
poner a hacer eso sabiendo que en dos minutos los tendría igual que antes, yo
solo caminé. La biblioteca abría un poco más tarde, según me informaba el
reloj, pero a mí no me importaba esperar, por lo que deambulé en dirección
hacia el centro aunque llegara antes de tiempo a destino. No circulaba mucha
gente por las calles, pero yo no les prestaba la menor atención. Le ahorraré lo
que hice hasta que abrió la biblioteca para no aburrirlo. Cuando abrió yo ya
estaba...
— ¿Por qué no me lo quiere contar? ¿Pasó algo en ese
lapso que usted no quiere que se sepa?
—Bueno, no, si quiere que lo aburra eso será lo que pasará.
—Eso es lo que tiene que pasar, señor Ramirez. Y descuide, más
aburrido de su relato no podría estar. Prosiga, y no omita nada.
—Me alaga, oficial. Le contaré. Hay un pequeño arroyo que pasa por el
medio de la ciudad, lo debió haber cruzado de camino aquí. Si no lo conoce, debería,
porque es hermoso. Y a mí, que me gusta el invierno, verlo congelado me gusta
aún más. Por eso, muy tranquilo, después de darme una vuelta por el centro y
encontrar todo cerrado, me dirigí hacia allí. Toda mi vida tuve la intención de
aprender a patinar y nunca lo hice...es una lástima, porque la superficie
helada del arroyo me invitaba a ello. Hermoso se veía. Me quedé un rato
contemplándolo hasta que alguien me quitó de mi ensimismamiento. No había
pasado mucho rato allí en el puente, pero fue lo suficiente para que una amiga
me encontrara y se sorprendiera por ello.
— ¿Una amiga? ¿Dice usted que alguien puede constatar que usted estuvo en
ese puente y fuera de su casa antes de que abriera la biblioteca y se produjera
el crimen? ¿Y por qué no lo mencionó antes?
—No sé, no lo había preguntado, oficial.
—Bueno, a ver. Prosiga con su relato y luego retomaremos el asunto del
testigo.
—Como quiera. Tal como le dije, tranquilo estaba yo cuando Julia apareció
de repente y me sobresaltó. Estaba sorprendida y me preguntó qué hacía allí en
el medio de la llovizna con ese frío y le conté todo lo que a usted hace un
momento. Y en respuesta, me dijo que ella había tenido que salir por unos
trámites en el centro...
— ¿Podrá ella probar que eso es lo que
estaba haciendo?
— ¿Me va a dejar contar la historia o
no?
—Bueno. Siga.
—Mejor así. Me está haciendo enojar,
para que lo sepa.
—Créame que lo sé.
—Como sea. La acompañé hasta su casa y
tomamos una taza de café hasta que se me hizo la hora de irme, ¿sí? Calculo que
debe haber lavado las tazas para ahora y la cafeína debe haber salido de
nuestros organismos para este momento, pero espero que al menos en este
aspecto, mi palabra valga algo. En fin. Ella se ofreció a acompañarme a la
biblioteca y yo accedí, y caminamos juntos un largo trecho hasta el centro
hasta que tuvo que despedirse. Cuando llegué a destino, sin ella, porque me
había dejado solo hacía unas cuadras...
— ¿Cuánto, exactamente, si no le molesta
la pregunta? Trato de dibujar un mapa de su recorrido pero no me lo está
haciendo nada fácil. Usted caminaba por la calle Rivadavia hacia la biblioteca,
¿no es así? Lo dijo hoy, más temprano en el interrogatorio, porque luego
mencionó que usó esa misma calle para volver hacia su casa y encontrarla
desvalijada. ¿Dónde su cómplice se separó de usted, Señor Ramirez?
—Mire, yo no hice nada, ¿sí? ¿Por qué
insiste con lo de cómplices, crímenes y todo cuando yo soy tan víctima como la
pobre señora Faustina? Ha sido bibliotecaria allí y yo la he visto semanalmente
por años, ¿por qué la hubiera asaltado y robado algunos libros cuando me hace
pagar tan poco mensualmente por el derecho a llevarme cuántos quiera a mi casa
y por el tiempo que desee? Además, encontré mi casa desvalijada y patas para
arriba al volver de allí, ustedes lo comprobaron, y no encontraron ninguno de
los libros robados allí, ¿me equivoco?
—Entendemos que bajo ese punto de vista
suena sensato creer que usted no ha tenido nada que ver con el caso, señor,
porque primero que nada no hay pruebas que lo ameriten, ¡pero debe entender que
tampoco está totalmente exento del caso, caramba! Hay puntos que no coinciden,
señor. ¿Quién sale tan temprano en una helada mañana invernal a buscar un libro
que, para colmo y según hemos averiguado, usted ya ha retirado de la biblioteca
dieciocho veces; y después vuelve a su casa para encontrar que le han revisado
y desordenado hasta el último cajón y compartimiento de su casa para llevarse
unas tontas cartas de amor?
Usted no fue directamente a la
biblioteca cuando salió de su casa, señor, y nos ha admitido que ha pasado por
el centro antes de irse a ver el lago congelado desde el puente y encontrarse
con esta tal Julia. ¿Pasó a comprobar que era seguro efectuar un ataque, que su
plan iba a funcionar? Y si estuvo tan cerca, y por lo que sabemos, actuaron más
de una persona por lo que usted pudo haber rápidamente llamado a sus cómplices,
¿cómo es que no asaltaron la biblioteca estando cerrada y tan vulnerable? Usted
se ha pasado horas ahí dentro, sabe el funcionamiento del lugar, sabe que no es
difícil violar el débil régimen de seguridad con los que la Señora Faustina
cuidaba sus libros. Hay muchas pistas que lo señalan a usted, y a la vez hay
tantos errores y metidas de pata en el plan (respecto al que se lo interroga
sospechoso de haberlo ideado o haber tenido algo que ver con él); que la
situación nos confunde, señor.
Nos ha dicho también que cuando abrió la
biblioteca usted ya estaba en la puerta, esperando ansioso por leer algo que ya
había leído varias veces, y que tras retirar el libro no fue a su casa
directamente sino que aguardó en el parque, ¡a la hora estimada en que ese día
empezó a llover en la ciudad!
—No veo que tiene que ver eso con todo,
ni qué problema hay con que uno pasee bajo la lluvia.
— ¿Leyendo un libro prestado, con la
posibilidad de que se moje?
—Me había llevado un paraguas, oficial.
La lluvia estaba anunciada.
— ¿Y por qué no lo mencionó al
principio?
—Creí que era un comentario bastante
obvio. Nunca le dije que fui al baño de mi casa antes de irme, ni que también
fui en la casa de Julia. No puede esperar que sea yo quien determine lo que es
relevante o no para mi declaración, ¿o sí?
—Ese sigue siendo mi trabajo, Ramirez.
¿Entonces esperó en un banco del parque, bajo la lluvia? ¿Podría decirme por
cuánto tiempo aproximadamente?
—Me puse a leer el libro en un banco
bajo el paraguas y habré estado, no sé, una hora más o menos.
—Permiso, disculpe que lo interrumpa
Liniers, pero hay un sospechoso que dice venir a declarar también respecto a
este caso.
— ¡Qué conveniente! Hágalo pasar,
Ernesto.
—
¿Martín? ¡¿Qué hacés acá vos?!
—Fui yo, Nico. Perdoname. Yo robé tus
cartas.
— ¡Confesó! ¿Está grabando esta cosa,
no? ¿Usted robó las cartas y los libros? Va a tener que ser procesado, señor
Rivera.
—Yo robé las cartas, pero no tengo nada
que ver con lo que pasó en la biblioteca.
— ¿Por qué te las llevase? ¿Y por qué
diste vuelta la casa para encontrarlas? Vos sabés dónde las guardo.
—Tenía que aparentar. Vos sabés qué
pasaría si se sabe lo de las cartas, Nico. Tuve miedo. Y no quería que te
enteraras que fui yo, pero cuando supe que te tenían acá interrogándote, no
pude quedarme en mi casa.
— ¿Y las cartas, señor Rivera? Va a
tener que devolvérselas al señor Ramirez.
—Las quemé, Nico. Las quemé todas.
— ¡¿Las quemaste todas?! ¿Y la última
también?
—No…esa te la mandé, pero…se debe haber
perdido.
—Disculpen, señoritos, ¿pero ninguno
puede esclarecer nada respecto al asunto de los libros?
—Permiso, Liniers. Llamó la señora
Faustina, la bibliotecaria. Dice que sabe qué pasó con los libros. Los había
prestado a algunos clientes, como suele hacerlo todos los días, y se había olvidado.
Nos pasó una lista con las personas involucradas, y todas están declarando
haber retirado los libros en buena letra, y están dispuestos a devolverlos en
caso de tener que rehacer el inventario.
—Bue…al final, me hicieron perder el
tiempo, muchachos. Caso cerrado.
— ¿Cómo que “caso cerrado”? ¿Y la carta
que se perdió? ¿No van a hacer nada para recuperármela?
—Una carta perdida, Ramirez…es una
carta perdida. Aparte, si Rivera quemó todas las demás, no le va a servir de
nada tener la última en sus manos cuando quién se la escribió puede decirle
exactamente lo que puso. Pasen por Recepción para recuperar sus pertenencias. A
no ser que quieras presentar cargos contra tu propio novio, les aconsejo a los
dos que se vayan. Que tengan buenos tardes, muchachos.
— ¿Pero ya está, entonces? ¿Nunca
voy a poder leer la carta que se perdió?
—Decía que no, Nico. No puedo dejar
que se sepa. Perdoname.
— ¡Esperá…no te vayas!
—Ay, estos pibes de ahora…todo un
día perdido por esta pavada.
—Disculpen, me dijeron que Nicolás
Ramirez estaba acá en Comisaría, ¿puede ser? Tengo que entregarle una carta que
se perdió hace unas semanas.
—Te lo perdiste justito, pibe. Salió
corriendo recién atrás de aquel otro chico.
—Che, Liniers, ¿desde cuándo el servicio
postal entrega en persona las cartas? ¿No podría haberla dejado en el buzón y
listo?
—Mirá, Ernesto...yo ya no quiero saber
más nada. Que se encarguen ellos ahora. Yo no tengo nada que ver.
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