9 dic 2015

#EspecialNavideño2015 - DÍA 9


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Ejecución
de una venganza desmedida.
Fuerza ancestral
que rige sobre los destinos,
que desfigura los lazos
entre los futuros posibles.
Probabilidades infinitas,
chances interminables.
Ese momento,
ese único instante
no lo podrá olvidar jamás.
Con nada comparado,
disgusto fugaz.
Con nada solucionado,
espero y sufrirás.

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DÍA 9

Pulpo

Allí estaba, pobre, sumido en un mar de pensamientos, preso de sentimientos contradictorios, atrapado entre la espada y la pared. Tenía que responder diez preguntas de las que no sabía nada y poco iba a encontrar en su carpeta que lo ayudara. Se sentía un idiota. Tantas oportunidades había tenido para estudiar, resumir, copiar, hacer los deberes, hacer algo como para justificar ese suertudo siete que tenía en el boletín y no había aprovechado una sola. Qué imbécil. Creerse más que el profesor cuando apenas sabía nada. Seguramente, si la prueba sorpresa no hubiese sido de esa materia que detestaba y para la que poco se interesaba en estudiar –hasta un día antes de que fuese vital hacerlo, o si quiera copiarse-, le hubiese ido, se atrevía a pensar, mucho mejor. En otras sí prestaba atención, se preocupaba por al menos entender lo que el o la docente explicaba, pero esta era esa materia que todo su organismo se preocupaba y ponía todo su énfasis y empeño en odiar. En el futuro no le serviría, en el pasado había sido más fácil de sobrellevar, y en el presente era simplemente insoportable.
Insufrible. Tal como el momento de ahora en el cuál el profesor lo miraba. Esos ojos que intimidaban, que por momentos infundían respeto y por momentos aberración. Él sabía que jamás iba a permitirse ser tan mal profesor, pero no “mal” calificando sus habilidades para explicar y hacerles a los demás comprender sus conocimientos, sino ”mal” juzgando sus comportamientos, tratos y hasta tono de voz en días como aquellos. Tan despectivamente separando amigos de compañeros, tan fría y secamente sentenciando “saquen una hoja”, disparando nervios y adrenalina a los desdichados torrentes sanguíneos cuyos galopantes corazones se atropellaban a abastecer.
Más de uno se agarraba la cabeza, despeinaba los pelos en un inútil esfuerzo por recordar todo aquello visto u oído en  las pasadas clases, más de uno mirando de manera cómplice a su vecino; creyendo, en un desesperado y preocupado intento, que decirle al otro lo complicado que se encontraba lo podría ayudar a recordar o aparecerle en la carpeta todo aquello que hace rato debía estar copiado y sabido. Pero el profesor podría haber sido más malo aún. Podría haber tomado una prueba a carpeta cerrada y dejarlos a la merced de sus escasos conocimientos, sin ayuda; pero no. Sabía cuan poca atención le habían prestado a lo copiado, y hasta qué poco habían escrito en sí. Esto era la venganza a todas esas veces que él había pedido que trabajaran en silencio en vano, a todas esas oportunidades en las que la mayoría había ingresado tarde -una vez tocado el timbre para volver del recreo- aún comiendo sus meriendas en su presencia. Sí. Ese era el momento del desquite. Cómo disfrutaba ver esas caras de terror; nerviosas, coloradas. Eso era su paraíso.
El chico, en cambio, estaba en su infierno. Le dolía el estómago; ese alfajor de chocolate con dulce de leche y el medio litro de gaseosa sabor cola se revolvían en su interior como si de un lavarropas se tratase. Se arrepentía de haber comido todo eso, aunque más tarde pensaba que nada de lo que sucedió después hubiese ocurrido de no ser por los nervios que le había producido esa maldita prueba sorpresa. Sabía que las pocas respuestas que había dado no le iban a complacer de ninguna manera ni le iban a asegurar más que un odioso y degradante cuatro, aunque poco le importaba. No era como si nunca se hubiese sacado malas notas, pero siempre las mantenía ocultas hasta el recuperatorio. Ahí estaba el problema: sus padres iban seguido al negocio que el profesor atendía a la tarde en su propia casa, y él se iba a ocupar personalmente de contarles sino a su madre, a su padre acerca de esa nota que le costaría mucho solo por venir de él, y eran mucho más preocupantes las penitencias que obtendría de sus padres que la posibilidad de desaprobar la materia.
El chico fingía querer recordar una palabra específica que le impedía continuar contestando. Rascaba su cabeza, miraba hacia el techo, la ventana, fugazmente a sus compañeros y cayó en la cuenta de que el tiempo no podía estar pasando de ninguna manera más lento de lo que lo hacía: aún faltaban veinticinco minutos de esa agonía. Veinticinco minutos de esas miradas asesinas, de ese silencio aterrador, de esas náuseas que subían y bajaban por su esófago, esa acidez que le incendiaba la garganta; esa alteración, esos nervios que le hacían estresar en cuerpo entero. Se agarró la panza, buscando inútilmente una forma de acallar sus tripas, pero no iba a poder aguantar ese suplicio por mucho más tiempo. Otro chico había pedido ir al baño antes sin resultados positivos, por lo que poco iba a servir hacer otro intento. No sabía siquiera si le iba a permitir finalizar la oración antes de acallarlo bruscamente.
La prueba ya no importaba, ya la daba por perdida, y como mencioné, ya se ocuparía de ello más tarde. El problema era que ahora estaba encerrado. Encarcelado por…veinte minutos más. ¿Cómo decirle al pulpo que bailaba en su estómago que callara y mantuviera al margen sus tentáculos, que dejara de acariciar su esófago y hacerle cosquillas en la garganta; que dejara de invadir su boca con tinta transparente e insípida? Ya estaba, ya nada más podría hacer. Maldita la suerte de que el profesor justo en ese momento se hubiera detenido frente a él para vigilar que no se estuviera copiando de algún compañero. Bueno…en realidad, ¿era tan mala su suerte?
¿No podría este asqueroso suceso ser su salvación, su vía de escape, su contraataque –si bien no planeado- hacia el profesor? La cara del mencionado se contrajo al ver la del estudiante, se contorsionó en un gesto de compasión visto rarísimas veces en él. Pero no alcanzó a decirle nada. En un muy minúsculo, un infinitesimal segundo, pareció que él iba a mantener su idiota postura y seguir de largo con su lento y peligrosísimo paseo, pero el chico no se lo permitió, y el pulpo junto a todo lo ingerido por el muchacho a lo largo de la mañana se hizo camino de regreso al exterior. La ropa tan cuidadosamente elegida por el profesor se tiñó y perfumó de esa sustancia tan poco valorada, y él comenzó a los gritos.

Había visto al muchacho con expresión enferma y no había hecho nada. Poco le hubiese costado dejarlo ir al baño, así que ahora no podía quejarse. Las expresiones de asco de sus compañeros, las exclamaciones de sorpresa, los improperios proferidos por el educador; todo eso había sido previsible, y el chico se lo había visto venir. Y hubo señales de que esto iba a suceder. El profesor no podría quejarse. A los alumnos los había atacado por sorpresa y ellos no habían podido defenderse, y no lo  podrían hacer hasta terminada la hora. Ahora él sabía cómo se sentían los demás, y el alumno corrió libre fuera del salón, limpio y fresco como una lechuga.

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