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Ejecución
de una venganza desmedida.
Fuerza ancestral
que rige sobre los destinos,
que desfigura los lazos
entre los futuros posibles.
Probabilidades infinitas,
chances interminables.
Ese momento,
ese único instante
no lo podrá olvidar jamás.
Con nada comparado,
disgusto fugaz.
Con nada solucionado,
espero y sufrirás.
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DÍA 9
Pulpo
Allí estaba, pobre, sumido en un mar de pensamientos, preso de
sentimientos contradictorios, atrapado entre la espada y la pared. Tenía que
responder diez preguntas de las que no sabía nada y poco iba a encontrar en su
carpeta que lo ayudara. Se sentía un idiota. Tantas oportunidades había tenido
para estudiar, resumir, copiar, hacer los deberes, hacer algo como para
justificar ese suertudo siete que tenía en el boletín y no había aprovechado
una sola. Qué imbécil. Creerse más que el profesor cuando apenas sabía nada.
Seguramente, si la prueba sorpresa no hubiese sido de esa materia que detestaba
y para la que poco se interesaba en estudiar –hasta un día antes de que fuese
vital hacerlo, o si quiera copiarse-, le hubiese ido, se atrevía a pensar,
mucho mejor. En otras sí prestaba atención, se preocupaba por al menos entender
lo que el o la docente explicaba, pero esta era esa materia que todo su
organismo se preocupaba y ponía todo su énfasis y empeño en odiar. En el futuro
no le serviría, en el pasado había sido más fácil de sobrellevar, y en el
presente era simplemente insoportable.
Insufrible. Tal como el momento de ahora en el cuál el profesor lo
miraba. Esos ojos que intimidaban, que por momentos infundían respeto y por
momentos aberración. Él sabía que jamás iba a permitirse ser tan mal profesor,
pero no “mal” calificando sus habilidades para explicar y hacerles a los demás
comprender sus conocimientos, sino ”mal” juzgando sus comportamientos, tratos y
hasta tono de voz en días como aquellos. Tan despectivamente separando amigos
de compañeros, tan fría y secamente sentenciando “saquen una hoja”, disparando
nervios y adrenalina a los desdichados torrentes sanguíneos cuyos galopantes
corazones se atropellaban a abastecer.
Más de uno se agarraba la cabeza, despeinaba los pelos en un inútil esfuerzo
por recordar todo aquello visto u oído en
las pasadas clases, más de uno mirando de manera cómplice a su vecino;
creyendo, en un desesperado y preocupado intento, que decirle al otro lo
complicado que se encontraba lo podría ayudar a recordar o aparecerle en la
carpeta todo aquello que hace rato debía estar copiado y sabido. Pero el
profesor podría haber sido más malo aún. Podría haber tomado una prueba a
carpeta cerrada y dejarlos a la merced de sus escasos conocimientos, sin ayuda;
pero no. Sabía cuan poca atención le habían prestado a lo copiado, y hasta qué
poco habían escrito en sí. Esto era la venganza a todas esas veces que él había
pedido que trabajaran en silencio en vano, a todas esas oportunidades en las
que la mayoría había ingresado tarde -una vez tocado el timbre para volver del
recreo- aún comiendo sus meriendas en su presencia. Sí. Ese era el momento del
desquite. Cómo disfrutaba ver esas caras de terror; nerviosas, coloradas. Eso
era su paraíso.
El chico, en cambio, estaba en su infierno. Le dolía el estómago; ese
alfajor de chocolate con dulce de leche y el medio litro de gaseosa sabor cola
se revolvían en su interior como si de un lavarropas se tratase. Se arrepentía
de haber comido todo eso, aunque más tarde pensaba que nada de lo que sucedió
después hubiese ocurrido de no ser por los nervios que le había producido esa
maldita prueba sorpresa. Sabía que las pocas respuestas que había dado no le
iban a complacer de ninguna manera ni le iban a asegurar más que un odioso y
degradante cuatro, aunque poco le importaba. No era como si nunca se hubiese
sacado malas notas, pero siempre las mantenía ocultas hasta el recuperatorio.
Ahí estaba el problema: sus padres iban seguido al negocio que el profesor
atendía a la tarde en su propia casa, y él se iba a ocupar personalmente de
contarles sino a su madre, a su padre acerca de esa nota que le costaría mucho
solo por venir de él, y eran mucho más preocupantes las penitencias que
obtendría de sus padres que la posibilidad de desaprobar la materia.
El chico fingía querer recordar una palabra específica que le impedía
continuar contestando. Rascaba su cabeza, miraba hacia el techo, la ventana,
fugazmente a sus compañeros y cayó en la cuenta de que el tiempo no podía estar
pasando de ninguna manera más lento de lo que lo hacía: aún faltaban
veinticinco minutos de esa agonía. Veinticinco minutos de esas miradas
asesinas, de ese silencio aterrador, de esas náuseas que subían y bajaban por
su esófago, esa acidez que le incendiaba la garganta; esa alteración, esos
nervios que le hacían estresar en cuerpo entero. Se agarró la panza, buscando
inútilmente una forma de acallar sus tripas, pero no iba a poder aguantar ese
suplicio por mucho más tiempo. Otro chico había pedido ir al baño antes sin
resultados positivos, por lo que poco iba a servir hacer otro intento. No sabía
siquiera si le iba a permitir finalizar la oración antes de acallarlo
bruscamente.
La prueba ya no importaba, ya la daba por perdida, y como mencioné, ya se
ocuparía de ello más tarde. El problema era que ahora estaba encerrado.
Encarcelado por…veinte minutos más. ¿Cómo decirle al pulpo que bailaba en su
estómago que callara y mantuviera al margen sus tentáculos, que dejara de
acariciar su esófago y hacerle cosquillas en la garganta; que dejara de invadir
su boca con tinta transparente e insípida? Ya estaba, ya nada más podría hacer.
Maldita la suerte de que el profesor justo en ese momento se hubiera detenido
frente a él para vigilar que no se estuviera copiando de algún compañero.
Bueno…en realidad, ¿era tan mala su suerte?
¿No podría este asqueroso suceso ser su salvación, su vía de escape, su
contraataque –si bien no planeado- hacia el profesor? La cara del mencionado se
contrajo al ver la del estudiante, se contorsionó en un gesto de compasión
visto rarísimas veces en él. Pero no alcanzó a decirle nada. En un muy
minúsculo, un infinitesimal segundo, pareció que él iba a mantener su idiota
postura y seguir de largo con su lento y peligrosísimo paseo, pero el chico no
se lo permitió, y el pulpo junto a todo lo ingerido por el muchacho a lo largo
de la mañana se hizo camino de regreso al exterior. La ropa tan cuidadosamente
elegida por el profesor se tiñó y perfumó de esa sustancia tan poco valorada, y
él comenzó a los gritos.
Había visto al muchacho con expresión enferma y no había hecho nada. Poco
le hubiese costado dejarlo ir al baño, así que ahora no podía quejarse. Las
expresiones de asco de sus compañeros, las exclamaciones de sorpresa, los
improperios proferidos por el educador; todo eso había sido previsible, y el
chico se lo había visto venir. Y hubo señales de que esto iba a suceder. El
profesor no podría quejarse. A los alumnos los había atacado por sorpresa y
ellos no habían podido defenderse, y no lo
podrían hacer hasta terminada la hora. Ahora él sabía cómo se sentían
los demás, y el alumno corrió libre fuera del salón, limpio y fresco como una
lechuga.
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