4 sept 2022

Infierno

 

La Divina Comedia, por Dante Alighieri

El Infierno

Dante comienza su obra refiriéndose a cómo se encontraba extraviado en una selva oscura a los treinta y cinco años, los que considera la mitad de la vida media de un hombre, y al amanecer se encuentra con un león y una loba feroz que lo espantan. Entonces ve una sombra que luego reconoce como Virgilio, y conversando con él, el poeta maestro discierne que debe ser su guía en un viaje desde ese sitio humilde hasta uno eterno, y se echa a andar y Dante en primera persona se anuncia en pos suya.

En el segundo canto, el poeta hace oír sus vacilaciones respecto a no tener el aliento o las fuerzas suficientes para la empresa que se le es propuesta, pero es exhortado por Virgilio a continuar y es conducido por él hasta la puerta del Infierno, por la que entran para encontrarse con una campaña de castigados, los de ánimos pasivos o indiferentes, que pasaran la vida desnudos, heridos por avispas y abejones, pisando los gusanos que beben la sangre que les mana.

A continuación, Dante y Virgilio llegan a la ribera de Aqueronte, y conocen el lugar de un nauta que se dedica a transportar las almas de los condenados. Un relámpago y un trueno turban al poeta y lo despiertan luego, respectivamente, y después de continuar detrás de su guía, acceden al primer cerco del Infierno, que es llamado el Limbo, lugar de los pecadores que han mostrado virtudes pero que no han sido bautizados. Allí se le aparecen sombras, y prolonga luego su travesía hacia el segundo cerco.

Es descrito al comienzo del quinto canto cómo Minos, que es el juez entre las ánimas examinadas, tanto a su llegada como en cuanto a la condena; se encuentra en la entrada del nivel. Dante atestigua a los castigados pecadores que se entregaron a sus apetitos carnales, y los vientos causantes de suplicios que los acometen. Agobiado por las palabras, los gemidos y llantos de los espíritus, que le causan piedad hasta la agonía, el poeta se desvanece.

Cuando recupera la razón perdida por piedad, él se encuentra en la tercera región, en la que observa cómo Cerbero, fiera trifauce, descuartiza las almas penadas por el vicio de la gula mientras los azotan lluvias eternas que repudren la tierra, granizo espeso y nieve turbia. El poeta se encuentra con Ciaco, y junto a Virgilio, resolviendo y filosofando sobre el futuro de las grandes sentencias, descienden hacia la entrada del cuarto cerco.

Allí primero los reciben con amenazas iracundas, y luego, al proseguir su camino, los poetas atestiguan cómo la triste gente de aquél sector es forzada a empujarse y estrellarse entre sí con rocas, divididos en dos ejércitos: los avaros y los viles codiciosos. Entre reflexiones sobre la fortuna y la ingratitud, el maestro y el alumno terminan bajando por un foso labrado por aguas negras hasta vislumbrar el lago triste llamado Estigio en el que, enfangados, combaten con manos, cabezas y dientes los que pecaron de ira. Observando la hedionda poza, los poetas rodean esa inmunda escena y enderezan hacia una alta torre.

Prosiguiendo, reciben la señal de Flegias, un navegante iracundo que acepta de mala gana cargarlos en su barca. Surcando entre la fangosa gente, arriban a la entrada de la ciudad de Dite, no sin ser recibidos por un grupo de fieras y furias que les impiden el paso. Solo con el arribo de un ángel mensajero son capaces de entrar a la fortaleza llena de luto y tormentos para contemplar los sepulcros en viva hoguera en los que se castiga a los heresiarcas y los que han formado parte de sectas.

Entre las tumbas que asemejan arcas hirvientes y el muro, Dante y Virgilio caminan hasta que el personaje que representa al autor de la obra decide entablar conversación con los tristes enterrados. Uno de ellos, Farinata, le confiesa que si bien él y sus compañeros de martirio son ciegos en tanto a lo cercano, pueden ver lo lejano por la misericordia del Sumo Hacedor. Es así que este castigado le presagia, de manera ofuscada, un destierro que abate al protagonista hasta que su guía lo tranquiliza con la promesa de conocer tarde o temprano al Ser benigno y sabio que le hará conocedor de toda su vida.

Huyendo de la peste condensada, se resguardan tras la tumba alzada del Papa Anastasio, aún en el sexto círculo, y para calmar a Dante, Virgilio le refiere sobre los tres cercos que aún les quedan por andar antes de llegar al valle, no sin tener que atravesar una áspera bajada para dar con este nuevo espacio circular. Observando desde la orilla el río de la sangre infernal, que es la primera prisión para los que han ofendido violentamente a los demás, se topan con un grupo de centauros armados de saetas, que son los encargados de mantener en línea a las almas que aspiren a alzarse si quiera un poco sobre la sangre.

Antes de terminar de ser escoltados por uno de los centauros a la orilla opuesta, encuentran un bosque espeso que por fruto da veneno: cada árbol es un alma castigada sobre la que anidan Arpías. Atestiguan en este segundo sector del séptimo cerco, cómo los violentos contra sí mismos reciben la penuria de una persecución a cargo de feroces canes, y dialogan con uno de los condenados. Los poetas incursionan en el tercer apartamiento, que consiste en una llanura de aspérrima aridez y aspecto fiero por el que los violentos contra la naturaleza, el arte y Dios deben andar y sufrir crudas penas eternamente. Dante y Virgilio caminan en compañía de estos violentos castigados que gozan con su conversación, hasta que llegan al límite del compartimiento.

El poeta guía a Dante entre más ánimas pecadoras de vecinos ilustres y anteriores discípulos, y tras entretenerse hablando con ellos sobre Florencia, y a un llamado de Virgilio; una monstruosa figura aparece nadando por el aire oscuro, con un aspecto que se asegura podría dar espanto hasta al corazón más duro. Sentados bajo la lluvia de chispas de fuego, el protagonista conoce a los violentos contra el arte, y se aparta de Virgilio y la fiera Gerión para hacerles un obsequio a estas almas en particular. Cuando el monstruo es convencido para que los lleve más allá, Virgilio y Dante se suben en su espalda y descienden a este nuevo compartimento del séptimo círculo del infierno llamado Malos Sacos.

El fondo de este último, se compone de diez zonas o anillos, uno por cada castigo. En el primero, la pena de los truhanes es el azote a mano de demonios, mientras que a los míseros y los infames lisonjeros del segundo círculo se los sumerge en mierda. En el tercero, se castiga a los mercenarios haciéndolos permanecer en grandes sembrados, enterrados de cabeza con sus piernas en llamas en la superficie, y tras detenerse a hablar con una de esas almas en pena, se accede por un puente al cuarto saco concéntrico, que retiene a las figuras adivinas forzadas a marchar con los rostros en la espalda por una selva de espinas.

Por otro puente los poetas acceden a una nueva hondura de Malos Sacos, en la que atestiguan la punición por ahogamiento en algosa brea hirviente y tortura demoníaca con tridentes que mantiene en suplicio a los rufianes. Cuando un obstáculo rocoso destruye el arco que permite la entrada al sexto círculo concéntrico, Dante y Virgilio son obligados a rodear el margen por siniestra. Seres malévolos tratan de persuadirlos, guiarlos hacia la perdición, y requiere de una hábil estratagema el poder proseguir su peregrinaje en soledad sin abandonar el temor a ser acosados por los garritrancas.

Al sexto anillo son capaces de llegar deslizándose por una empinada cuesta que desemboca en el encuentro con los tristes hipócritas, con los que entablan diálogo. Su penuria se reduce a ser humillados y vestir capas de espeso plomo que hace crujir sus cuerpos por el peso. Uno de los míseros les indica cómo esquivar los escombros que ciegan el pasaje al siguiente foso, y Dante sigue las amadas huellas de Virgilio hacia el roto puente más allá.

El séptimo círculo es alcanzado tras un trabajoso declive que los fuerza a trepar cansinamente de piedra en piedra. Un furioso sonido los guía hacia una masa variada, espantosa y brava de serpientes venenosas con pies que son las victimarias de los pecadores que, desnudos, son atados, atravesados, picados, incendiados y renacidos de las cenizas en lastimoso tormento interminable. Las víctimas son los ladrones de sagradas reliquias, y entre estos los poetas se topan con un centauro que hostiga, muerde, desmiembra y quema a su vez a los espíritus en su transmutación incesante de fuego, humo y ceniza.

Por la misma vía que les sirvió de acceso, Dante y Virgilio continúan su camino hacia el octavo de los Malos Sacos. Infinitos incendios individuales en fosos relamen fogosos a los viles que han sacado provecho del engañoso y traidor consejo. Allí encuentran a Ulises, uno de los griegos astutos a quien se le da la palabra para que narre sus desventuras hasta la irrupción de otro espíritu entre las llamas que reclama su atención. Cuando este último culmina su relato y se echa a andar, los poetas siguen adelante y trepan el siguiente arco hacia el turbio foso del noveno círculo.

Los que han sembrado discordias, escándalos y disturbios entre la humanidad son en ese saco los acreedores de una particular penuria. Un demonio armado con un hacha es el encargado de despedazar a estos bastardos, vertiendo sus intestinos sobre sus pies y dejando sus corazones por fuera, mientras estos se regeneran y los vuelven prestos al recurrente filo del acero infernal. Como en los anteriores cantos, el que narra esta parte de su viaje incluye también las palabras de los condenados decapitados, desmembrados y ensangrentados que despiertan la empatía del protagonista.

Virgilio interpela a su aprendiz a continuar el camino siendo corto el tiempo que les resta, y arriban de esta manera discurriendo al horrendo abismo del décimo anillo. Los gemidos punzantes de los impostores en la alquimia, la identidad, los negocios y la palabra, les revelan los castigos que deben padecer. Los primeros tienen que arrastrarse y gatear unos encima de los otros mientras una picosa lepra los inunda en suplicio. El segundo perjuicio se reduce a tener que correr ciegos y mordisqueándose rabiosos entre sí, inyectados de furia. El tercero es una sed que parte los labios abiertos de los condenados que en vida lo tuvieron todo, y que no puede ser nunca saciada por más que busquen desesperados una gota de agua entre la escasez más mísera. La última de las penurias es una fiebre tan grave que perturba el juicio y hace mudar de pellejo.

Malos Sacos es dejado atrás, junto a los altísimos muros que lo rodean, y entre la penumbra Dante cree ver de inmediato numerosas torres saliendo del pozo que hace las veces de entrada al nivel inferior, pero Virgilio le hace ver que se equivoca. Lo que se asoma del fondo son en realidad gigantes. Tras descripciones y comparaciones en relación a su tamaño, el maestro elogia la enormidad de uno de aquellos seres y a pesar de su aspecto atemorizante, el protagonista se sorprende de la buena voluntad que demuestran y la suavidad con la que en su mano los posa para depositarlos en la última fosa.

            Esta última tiene como base un lago de hielo más semejante de cristal que de agua, con un velo invernal y sombrío cubriendo el pardo cielo. Allí los poetas se enteran de que habitan los impíos en diferentes estratos: primero los que han traicionado a sus propias familias, enterrados en la nieve con sus rostros al alcance de las pisadas. Siguen los perjuros políticos, sufriendo la quemazón del frío que les arranca partes del cuerpo y los obliga a masticarse entre ellos las cabezas. En el tercer nivel, adentrándose cada vez más en el centro o “tronco”, están los que han traicionado a sus compadres, vecinos y amigos, abatidos por vientos helados y un hambre caníbal de cerebros, mientras que en el último círculo del infierno, los desleales para con sus maestros y superiores se encuentran sepultados en el hielo bajo la pena del mismo Lucifer, que en cada una de sus bocas tritura con sus filosos dientes a un pecador torcido y desesperado en agonía.

Sin que parezca percatarse de su presencia, los Poetas se aferran de los vellones del diablo y éste atraviesa boquetes, cloacas naturales y el mismísimo centro de la tierra, invirtiéndose el horizonte, las fuerzas de atracción y girando el sol de la noche al día. De la senda oscura en la que terminan, emergen Dante y Virgilio siguiendo un arroyo con vistas a una lejana montaña, y vuelven así al claro mundo que les permite gozar de en el cielo las estrellas.