La Divina Comedia, por Dante
Alighieri
El Infierno
Dante
comienza su obra refiriéndose a cómo se encontraba extraviado en una selva
oscura a los treinta y cinco años, los que considera la mitad de la vida media
de un hombre, y al amanecer se encuentra con un león y una loba feroz que lo
espantan. Entonces ve una sombra que luego reconoce como Virgilio, y
conversando con él, el poeta maestro discierne que debe ser su guía en un viaje
desde ese sitio humilde hasta uno eterno, y se echa a andar y Dante en primera
persona se anuncia en pos suya.
En el
segundo canto, el poeta hace oír sus vacilaciones respecto a no tener el
aliento o las fuerzas suficientes para la empresa que se le es propuesta, pero
es exhortado por Virgilio a continuar y es conducido por él hasta la puerta del
Infierno, por la que entran para encontrarse con una campaña de castigados, los
de ánimos pasivos o indiferentes, que pasaran la vida desnudos, heridos por
avispas y abejones, pisando los gusanos que beben la sangre que les mana.
A
continuación, Dante y Virgilio llegan a la ribera de Aqueronte, y conocen el
lugar de un nauta que se dedica a transportar las almas de los condenados. Un relámpago
y un trueno turban al poeta y lo despiertan luego, respectivamente, y después
de continuar detrás de su guía, acceden al primer cerco del Infierno, que es
llamado el Limbo, lugar de los pecadores que han mostrado virtudes pero que no
han sido bautizados. Allí se le aparecen sombras, y prolonga luego su travesía
hacia el segundo cerco.
Es descrito
al comienzo del quinto canto cómo Minos, que es el juez entre las ánimas
examinadas, tanto a su llegada como en cuanto a la condena; se encuentra en la
entrada del nivel. Dante atestigua a los castigados pecadores que se entregaron
a sus apetitos carnales, y los vientos causantes de suplicios que los acometen.
Agobiado por las palabras, los gemidos y llantos de los espíritus, que le
causan piedad hasta la agonía, el poeta se desvanece.
Cuando
recupera la razón perdida por piedad, él se encuentra en la tercera región, en
la que observa cómo Cerbero, fiera trifauce, descuartiza las almas penadas por
el vicio de la gula mientras los azotan lluvias eternas que repudren la tierra,
granizo espeso y nieve turbia. El poeta se encuentra con Ciaco, y junto a
Virgilio, resolviendo y filosofando sobre el futuro de las grandes sentencias,
descienden hacia la entrada del cuarto cerco.
Allí
primero los reciben con amenazas iracundas, y luego, al proseguir su camino,
los poetas atestiguan cómo la triste gente de aquél sector es forzada a
empujarse y estrellarse entre sí con rocas, divididos en dos ejércitos: los
avaros y los viles codiciosos. Entre reflexiones sobre la fortuna y la
ingratitud, el maestro y el alumno terminan bajando por un foso labrado por
aguas negras hasta vislumbrar el lago triste llamado Estigio en el que,
enfangados, combaten con manos, cabezas y dientes los que pecaron de ira.
Observando la hedionda poza, los poetas rodean esa inmunda escena y enderezan
hacia una alta torre.
Prosiguiendo,
reciben la señal de Flegias, un navegante iracundo que acepta de mala gana cargarlos
en su barca. Surcando entre la fangosa gente, arriban a la entrada de la ciudad
de Dite, no sin ser recibidos por un grupo de fieras y furias que les impiden
el paso. Solo con el arribo de un ángel mensajero
son capaces de entrar a la fortaleza llena de luto y tormentos para contemplar
los sepulcros en viva hoguera en los que se castiga a los heresiarcas y los que
han formado parte de sectas.
Entre las
tumbas que asemejan arcas hirvientes y el muro, Dante y Virgilio caminan hasta
que el personaje que representa al autor de la obra decide entablar
conversación con los tristes enterrados. Uno de ellos, Farinata, le confiesa
que si bien él y sus compañeros de martirio son ciegos
en tanto a lo cercano, pueden ver lo lejano
por la misericordia del Sumo Hacedor. Es así que este castigado le presagia, de
manera ofuscada, un destierro que abate al protagonista hasta que su guía lo
tranquiliza con la promesa de conocer tarde o temprano al Ser benigno y sabio
que le hará conocedor de toda su vida.
Huyendo de
la peste condensada, se resguardan tras la tumba alzada del Papa Anastasio, aún
en el sexto círculo, y para calmar a Dante, Virgilio le refiere sobre los tres
cercos que aún les quedan por andar antes de llegar al valle, no sin tener que
atravesar una áspera bajada para dar con este nuevo espacio circular.
Observando desde la orilla el río de la sangre infernal, que es la primera
prisión para los que han ofendido violentamente a los demás, se topan con un
grupo de centauros armados de saetas, que son los encargados de mantener en
línea a las almas que aspiren a alzarse si quiera un poco sobre la sangre.
Antes de
terminar de ser escoltados por uno de los centauros a la orilla opuesta,
encuentran un bosque espeso que por fruto da veneno: cada árbol es un alma castigada
sobre la que anidan Arpías. Atestiguan en este segundo sector del séptimo cerco,
cómo los violentos contra sí mismos reciben la penuria de una persecución a
cargo de feroces canes, y dialogan con uno de los condenados. Los poetas
incursionan en el tercer apartamiento, que consiste en una llanura de aspérrima
aridez y aspecto fiero por el que los violentos contra la naturaleza, el arte y
Dios deben andar y sufrir crudas penas eternamente. Dante y Virgilio caminan en
compañía de estos violentos castigados que gozan con su conversación, hasta que
llegan al límite del compartimiento.
El poeta
guía a Dante entre más ánimas pecadoras de vecinos ilustres y anteriores
discípulos, y tras entretenerse hablando con ellos sobre Florencia, y a un
llamado de Virgilio; una monstruosa figura aparece nadando por el aire oscuro,
con un aspecto que se asegura podría dar espanto hasta al corazón más duro.
Sentados bajo la lluvia de chispas de fuego, el protagonista conoce a los
violentos contra el arte, y se aparta de Virgilio y la fiera Gerión para
hacerles un obsequio a estas almas en particular. Cuando el monstruo es
convencido para que los lleve más allá, Virgilio y Dante se suben en su espalda
y descienden a este nuevo compartimento del séptimo círculo del infierno
llamado Malos Sacos.
El fondo de
este último, se compone de diez zonas o anillos, uno por cada castigo. En el
primero, la pena de los truhanes es el azote a mano de demonios, mientras que a
los míseros y los infames lisonjeros del segundo círculo se los sumerge en mierda.
En el tercero, se castiga a los mercenarios haciéndolos permanecer en grandes
sembrados, enterrados de cabeza con sus piernas en llamas en la superficie, y
tras detenerse a hablar con una de esas almas en pena, se accede por un puente
al cuarto saco concéntrico, que retiene a las figuras adivinas forzadas a
marchar con los rostros en la espalda por una selva de espinas.
Por otro
puente los poetas acceden a una nueva hondura de Malos Sacos, en la que
atestiguan la punición por ahogamiento en algosa brea hirviente y tortura
demoníaca con tridentes que mantiene en suplicio a los rufianes. Cuando un
obstáculo rocoso destruye el arco que permite la entrada al sexto círculo
concéntrico, Dante y Virgilio son obligados a rodear el margen por siniestra.
Seres malévolos tratan de persuadirlos, guiarlos hacia la perdición, y requiere
de una hábil estratagema el poder proseguir su peregrinaje en soledad sin
abandonar el temor a ser acosados por los garritrancas.
Al sexto
anillo son capaces de llegar deslizándose por una empinada cuesta que desemboca
en el encuentro con los tristes hipócritas, con los que entablan diálogo. Su
penuria se reduce a ser humillados y vestir capas de espeso plomo que hace
crujir sus cuerpos por el peso. Uno de los míseros les indica cómo esquivar los
escombros que ciegan el pasaje al siguiente foso, y Dante sigue las amadas
huellas de Virgilio hacia el roto puente más allá.
El séptimo
círculo es alcanzado tras un trabajoso declive que los fuerza a trepar cansinamente
de piedra en piedra. Un furioso sonido los guía hacia una masa variada,
espantosa y brava de serpientes venenosas con pies que son las victimarias de
los pecadores que, desnudos, son atados, atravesados, picados, incendiados y
renacidos de las cenizas en lastimoso tormento interminable. Las víctimas son los
ladrones de sagradas reliquias, y entre estos los poetas se topan con un
centauro que hostiga, muerde, desmiembra y quema a su vez a los espíritus en su
transmutación incesante de fuego, humo y ceniza.
Por la
misma vía que les sirvió de acceso, Dante y Virgilio continúan su camino hacia
el octavo de los Malos Sacos. Infinitos incendios individuales en fosos relamen
fogosos a los viles que han sacado provecho del engañoso y traidor consejo. Allí
encuentran a Ulises, uno de los griegos astutos a quien se le da la palabra
para que narre sus desventuras hasta la irrupción de otro espíritu entre las
llamas que reclama su atención. Cuando este último culmina su relato y se echa
a andar, los poetas siguen adelante y trepan el siguiente arco hacia el turbio
foso del noveno círculo.
Los que han
sembrado discordias, escándalos y disturbios entre la humanidad son en ese saco
los acreedores de una particular penuria. Un demonio armado con un hacha es el
encargado de despedazar a estos bastardos, vertiendo sus intestinos sobre sus
pies y dejando sus corazones por fuera, mientras estos se regeneran y los vuelven
prestos al recurrente filo del acero infernal. Como en los anteriores cantos,
el que narra esta parte de su viaje incluye también las palabras de los
condenados decapitados, desmembrados y ensangrentados que despiertan la empatía
del protagonista.
Virgilio
interpela a su aprendiz a continuar el camino siendo corto el tiempo que les
resta, y arriban de esta manera discurriendo al horrendo abismo del décimo
anillo. Los gemidos punzantes de los impostores en la alquimia, la identidad,
los negocios y la palabra, les revelan los castigos que deben padecer. Los primeros
tienen que arrastrarse y gatear unos encima de los otros mientras una picosa lepra
los inunda en suplicio. El segundo perjuicio se reduce a tener que correr
ciegos y mordisqueándose rabiosos entre sí, inyectados de furia. El tercero es
una sed que parte los labios abiertos de los condenados que en vida lo tuvieron
todo, y que no puede ser nunca saciada por más que busquen desesperados una
gota de agua entre la escasez más mísera. La última de las penurias es una
fiebre tan grave que perturba el juicio y hace mudar de pellejo.
Malos Sacos
es dejado atrás, junto a los altísimos muros que lo rodean, y entre la penumbra
Dante cree ver de inmediato numerosas torres saliendo del pozo que hace las
veces de entrada al nivel inferior, pero Virgilio le hace ver que se equivoca.
Lo que se asoma del fondo son en realidad gigantes. Tras descripciones y
comparaciones en relación a su tamaño, el maestro elogia la enormidad de uno de
aquellos seres y a pesar de su aspecto atemorizante, el protagonista se
sorprende de la buena voluntad que demuestran y la suavidad con la que en su
mano los posa para depositarlos en la última fosa.
Esta
última tiene como base un lago de hielo más semejante de cristal que de agua,
con un velo invernal y sombrío cubriendo el pardo cielo. Allí los poetas se enteran
de que habitan los impíos en diferentes estratos: primero los que han
traicionado a sus propias familias, enterrados en la nieve con sus rostros al
alcance de las pisadas. Siguen los perjuros políticos, sufriendo la quemazón
del frío que les arranca partes del cuerpo y los obliga a masticarse entre
ellos las cabezas. En el tercer nivel, adentrándose cada vez más en el centro o
“tronco”, están los que han traicionado a sus compadres, vecinos y amigos,
abatidos por vientos helados y un hambre caníbal de cerebros, mientras que en
el último círculo del infierno, los desleales para con sus maestros y superiores
se encuentran sepultados en el hielo bajo la pena del mismo Lucifer, que en
cada una de sus bocas tritura con sus filosos dientes a un pecador torcido y
desesperado en agonía.
Sin que
parezca percatarse de su presencia, los Poetas se aferran de los vellones del
diablo y éste atraviesa boquetes, cloacas naturales y el mismísimo centro de la
tierra, invirtiéndose el horizonte, las fuerzas de atracción y girando el sol
de la noche al día. De la senda oscura en la que terminan, emergen Dante y
Virgilio siguiendo un arroyo con vistas a una lejana montaña, y vuelven así al
claro mundo que les permite gozar de en el cielo las estrellas.
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