¡Buenos días!
Hoy es el décimo día de nuestro especial navideño y como regalo les traemos un cuento nunca antes publicado, llamado "50 / 50". Con respecto al final, vos vas a poder decidir si es definitivo o no. Si tendrá un "FIN." o un "¿FIN?", eso caerá en tus manos, en tu consideración. Por lo pronto, nos limitamos a presentártelo y a desearte, como siempre, una muy...
¡FELIZ 'NAVIDAD CON LOS EXPLORADORES DEL TIEMPO'!
50 / 50
Era una oscura habitación.
Solo había un foco en el medio, encima de una mesa con dos sillas enfrentadas,
pero el cuarto era demasiado grande como para ser iluminado solo por él. Era un
sótano frío, y tenebroso...había charcos de alguna pérdida de agua, y el aire
olía a suciedad y a humedad. Sobre la mesa de madera había un revólver calibre
357 Magnum, seis balas, y solo una rata de alcantarilla sería testigo de los
eventos que ocurrirían allí. La puerta de metal de la sala se abrió, y el
cuarto se iluminó por un momento, aunque pronto, al cerrarse, todo se volvió a
oscurecer. Por la entrada ingresaron tres hombres, dos de ellos con los ojos
vendados y esposas en sus manos, y uno con un uniforme militar y cargando una
pistola.
El oficial los sentó enfrentados
a los dos prisioneros que tenía en su custodia y los observó primero a uno y
luego al otro. Él sonrió, y luego les quitó las vendas y les fue quitando las
esposas mientras les decía:
—Estoy
armado, ¿oyeron? Así que no intenten nada estúpido. El primero que mueva un
dedo de más le vuelo la cabeza, ¡¿escucharon?! —
A lo que los otros respondieron asintiendo temblorosamente. Poco a poco los dos
fueron acomodando sus ojos a la oscuridad y a comenzar a distinguir las cosas
que había a su alrededor, y primero uno y luego el otro exclamaron:
— ¡Hermano!,
¡tú no!
— ¡Hermano,
¿qué te hicieron?!
—Hey,
nada de hablar. Quédense quietos o juro que verán al otro morir antes de morir
ustedes…
Entonces ambos fijaron la
vista en la mesa que tenían en frente, y en lo que había allí. De inmediato,
sin que el oficial dijera una palabra más al respecto, ambos supieron de qué se
trataba la cosa, pero se quedaron callados. Iban a tener que jugar un terrible
juego que se llevaría la vida de uno o la del otro. Sus “crímenes”, por así
decirlo, los habían enviado hasta allí para que mueran o vean morir al otro de
una manera horrible, pero… ¿realmente no tenían otra opción? ¿Tenían una
posibilidad de 50-50 de salir con vida de esa escena? Los hermanos se miraron,
luego a la pistola con la que tendrían que jugar a la ruleta rusa, luego al
militar, y sus cerebros maquinaron el mismo plan al mismo tiempo, pero para que
funcionase, había que jugar bien las cartas que tenían. El menor error, y las
cosas se volverían en su contra de un segundo a otro.
— ¿Saben
lo que tienen que hacer, verdad? ¡¿Lo saben?!
Los
hermanos se miraron, y asintieron con miradas apesadumbradas, mirando al suelo.
¿Dónde estarían en aquel momento? ¿Sería muy difícil salir de ese sótano
horrible y dirigirse a la libertad que merecían? ¿Qué habría afuera
esperándolos?
—Entonces
comiencen, apuren. No tengo todo el día para esto.
El militar
apuntó a uno con un arma y él se dio cuenta de que tendría que empezar. Con
mucho pesar y no con la rapidez que le demandaban, el que estaba más cerca de
la puerta puso una única bala en la pistola y giró el tambor sin mirarlo para
que ninguno de los dos supiera cuándo le tocaría morir, aunque discretamente él
enseguida lo supo. El militar mismo debió ser quien preparara la pistola, pero
no quería contaminarla con sus huellas digitales ni tomarse la molestia. Cuando
ésta estuvo lista, el hermano encargado la dejó sobre la mesa los dos, luego de
intercambiar una mirada cómplice, miraron al oficial.
Éste sacó
de su bolsillo una vieja moneda y, dejando colgar su pistola para elegir al
primer afortunado, puso la moneda encima de su mano y le dijo al que había
puesto la bala en el tambor:
— ¿Cara o
cruz? —Y el interrogado respondió eligiendo cara, haciendo que el oficial de
inmediato lanzara la moneda al aire y se quedara mirándola descender hasta su
palma abierta. Cuando la colocó en posición y la tapó con la otra mano, se
permitió un segundo para ver el resultado y, sonriendo, le dijo a su
prisionero: —Mala suerte, niño bonito. Comienzas tú.
El chico
no se sorprendió, más fingió que si, en una expresión que al militar le debió
resultar convincente, pero que a su hermano que tan bien lo conocía no debió
engañar. Tomó la pistola con manos temblorosas, de forma exagerada según el
otro pensó, pero que conseguían satisfacer el espectáculo que el militar se
estaba llevando de la escalofriante escena, y apuntó el cañón a su sien.
—Déjame
que cuente la primera vez, luego podremos hacerlo más rápido y entretenido.
Cuando diga tres, gatillas, o gatillaré yo a tu hermano. Puedes hacerlo
sencillo, sabes. Intentar presionar seis veces, hasta que tarde o temprano
suceda, y salvar a tu hermano. A él no creo que le agrade la idea, pero aún
así, tienes todo tu derecho de decidir qué es lo que va a pasar. Podrías
entregarte a la muerte, o darle la posibilidad a ésta de que se lleve a tu
hermano en uno de los intentos…
—De
cualquier manera los dos vamos a terminar muertos, así que, ¿de qué me serviría
alargarle el suplicio un poco más? Me llevaría yo la gloria si muriera primero
y dejara de ser torturado todas las noches como nos lo estuvieron haciendo este
último mes—respondió el hermano que se apuntaba a la sien, mientras el otro lo
miraba fijo a los ojos. El militar no se esperaba una respuesta tan atolondrada,
por lo que tomó su rifle, lo cargó veloz, y apuntó hacia la puerta.
—Su padre
también está allí afuera, por si no lo sabían. ¿Quieren que lo llame y hagamos
la escena más interesante? Ver a uno de sus hijos morir, ver a los dos muertos
de miedo llevarse la pistola a su cabeza…—sonrió con exquisitez, como si
encontrara toda esa situación tan suculenta como una buena comida caliente en
pleno invierno.
— ¡No! —Exclamaron
los hermanos al unísono. El oficial volvió a mostrar sus dientes amarillos y malolientes,
pero no se movió de su lugar. Señaló al que había bajado un poco el arma al oír
la amenaza de traer a su padre y éste dudó sobre qué hacer, hasta que el
uniformado habló:
—Entonces
comienza, imbécil. O no morirá ninguno y serán torturados hasta una muerte
mucho más lenta y horrible que esta. Tú decides.
Al hermano
que se llevó la pistola de nuevo a la cabeza lo extrañaron esas palabras. ¿Él
podía decidir, después de que se hubieran esforzado tanto en hacerle entender
que no era más que un pedazo de inmundicia a la merced de los uniformados?
¿Quién en su sano juicio le hubiera dicho que él ahora tenía el poder de la
decisión? Esas palabras le habían dado un súbito sentimiento de valentía, y
mirando a los ojos del oficial y no de su hermano, accionó el gatillo, y como
estaba previsto, nada ocurrió. Solo el tambor se corrió hacia el siguiente
orificio, el que casi se había suicidado ni se inmutó. El oficial lo miró
desafiante, como no entendiendo qué había sucedido, pero le hizo una seña para
que le pasara la posta a su hermano y el otro tomó el revólver con una mano más
temblorosa. Ahora sus ojos sí se encontraron, y la expresión del que recién se
había salvado tranquilizó mucho al otro, pero la pistola que sostenía en su
mano y llevaba ahora a su sien seguía traqueteando silenciosa.
Cerró los
ojos, accionó de vuelta el gatillo, y se estremeció al hacerlo, como si le
hubieran tirado un balde de agua encima, pero solo se oyó el goteo de una
cañería cercana, el flujo de corriente que mantenía la lámpara encima de la
mesa encendida, y la respiración de las tres figuras que se hallaban allí. La
pistola volvió temblorosa a la firme mano del primer hermano, y éste titubeó
antes de llevarse a la sien. No porque no se lo esperaba, sino porque estaba
decidiendo algo de último momento, pensando rápidamente una fase del silencioso
plan maquinado en su cerebro que no había previsto la mirada tan penetrante del
oficial de pie a su lado, vigilándolo omnipotente y no dejando posibilidad ni
margen de movimiento que no estuviera relacionado estrictamente con el macabro
juego.
Entonces
el milagro ocurrió. La distracción perfecta cayó cuando el hermano estaba por
apretar el gatillo por segunda vez, y se oyó muy claro y amplificado por el
silencio que reinaba en el cuarto, los rasguños repentinos de las garras de una
rata arañando la puerta de metal por la que habían entrado. Mala idea fue la de
parte del oficial al darse vuelta para comprobar el origen del sonido, porque
un segundo después del ruido del disparo del calibre 357, su cuerpo pronto
inerte cayó estruendosamente en el suelo, sangrando por el orificio que se le
había abierto en la nuca, y su vida llena de atrocidades pronto acabaría al
veloz ritmo en que el líquido vital que corría por sus venas se extendía por el
frío y húmedo piso del sótano.
Los
hermanos se miraron, y el que había disparado dejó la pistola sobre la mesa con
cuidado, y aguardó unos momentos antes de arrastrar del pie el cuerpo del
oficial más cerca de él para buscar la llave de las esposas que les seguían
reteniendo a la silla las piernas y una de sus manos. Un minuto después estaban
de pie, armados uno con el rifle y el otro con el revólver con cinco balas,
arrimando sus orejas a la puerta. No se oía nada allí, por lo que salieron a la
luz. Habían hecho mal en creer que verían la luz del sol detrás de las puertas,
pero las escaleras que los guiaron hacia la libertad eran casi tan
reconfortantes como lo sería la luminosidad del astro mayor. Cuando terminaron
de subir los escalones de dos en dos, la fábrica abandonada en la que se
encontraban no mostró mayor cosa que eso: era un gran galpón sin una sola alma
aguardándolos. Y afuera tampoco estaban aguardando por ellos. Había un coche
militar escondido a unos metros, pero nadie lo vigilaba. En la guantera
buscaron un mapa, ya que el manojo de llaves robadas para abrir las esposas
también tenía una que parecía encajar perfectamente en la ranura de ignición
del vehículo, pero más feliz fue oír el canto de los pájaros, sentir el calor
del sol, respirar el aire fresco, y hacerse la idea de que sus posibilidades de
salir con vida del lugar en donde se encontraban ya eran mucho más
favorecedoras que ese patético 50-50 del que se preocupaban hacía momentos.
Encontrar
a su padre, escapar al extranjero, vivir felices. Ése no era el reto ahora. El
reto sería olvidar todo lo vivido y todo lo sufrido. Pero uno de los hermanos
no quería olvidar, porque eso significa desacreditar el hecho de que en
realidad sucedió, dar la batalla por terminada y sucumbir ante el poder de
aquellos que los habían sometido y torturado. No. Eso no. Eso nunca.
Preferirían morir antes de olvidar y dejarles ganar a ellos, a los uniformados,
a los que se creían con el poder.
La batalla
recién había comenzado, y lejos estaba de terminar…
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