¡¡Para este lunes 23 de diciembre les tenemos como regalo nada más ni nada menos que el tan esperado quinto capítulo de "Los Exploradores del Tiempo y La Última Paradoja"!! Solo quedan dos regalos para presentar, uno tan bueno como el del día de hoy y otro mucho más especial, por lo que esperamos que hasta ahora todos hayan sido de su agrado y esperen con tantas ansias el del día de mañana y el del veinticinco porque de verdad nos esmeramos para que sean especiales.
LOS EXPLORADORES DEL TIEMPO y LA ÚLTIMA PARADOJA
CAPÍTULO V:
Noches de Lluvia
— ¿Así que…te vienes a vivir a…nuestro
tiempo? ¿Cómo es eso posible? —le pregunté
curioso a Agustina
—Bueno, cuando vencimos a Hodown y Apolo nos quiso llevar a
cada uno a nuestros hogares, yo le dije que había estado pensando un poco y que
me gustaba la idea de vivir en el 2009, en un mundo mucho más bonito, ecológico
y natural que el del 2148, pero que quería consultarlo con mi madre. A ella le
gustó la idea de cambiar un poco las cosas, de mudarnos a un lugar que si bien
no tendría todas las comodidades que teníamos en el futuro, era mucho más
prometedor…y después de discutirlo con ella y decidirnos, llamamos a su tío y
él accedió a llevarnos. Nos ofreció vivir en su casa, en la cual él no está
nunca según nos dijo, pero no quisimos aprovecharnos de su ayuda y vinimos dos
o tres veces a buscar una casa que pudiéramos pagar hasta que finalmente nos
mudamos—dijo, mientras yo me perdía en los labios que pronunciaban tanta
deliciosa cantidad de palabras
— ¿Y te anotaste en nuestra escuela así como así? No me creo
que te haya servido un pase o certificados de una escuela de ciento cuarenta
años en el futuro—le comentó Tomás, tomando un sorbo a un mate preparado por mi
hermana. Intentaba no hablar demasiado alto, porque sus padres, que vendrían a
ser mis tíos, podrían escuchar tan secreta conversación y habría que dar
explicaciones.
—Bueno, obviamente que no, Apolo tuvo que brindarnos un montón
de papeles que hicieran legal nuestra estadía acá. Recibos de sueldo,
certificados de nacimiento, documentos de identidad, una licencia de conducir
para mi madre. Incluso le consiguió un empleo en la ciudad…se ha portado
excelente con nosotras, nunca podremos agradecerle por todo.
Agustina se corría el cabello hacia atrás de su oreja y yo me
perdía en sus movimientos. Era tan bonita, tan delicada, pero tan simpática y
divertida, era fácil hablar con ella, estar a su alrededor, mirarla y sentir
que no era necesario mirar nunca a nadie más. La veía hablar, y luego nos veía
darnos la mano, abrazarnos, besarnos por primera vez, caminar juntos, viajar
hasta Encélado sentados uno al lado del otro, estar juntos la noche del
festival, dormir en la misma habitación. Y luego dejar que me cuidara cuando
estaba herido de un ala en Plex Icon, mirarnos preocupados encerrados en una
prisión en el planeta que luego visitamos, ver a Lían correr la carrera en
Hazorath, ir a salvarla en el Fénix 2 cuando caímos bajo ataque por arañas
metálicas y secuaces de Hodown, estar a su merced, en su oficina, sentados al
lado cuando él nos apuntaba con una pistola, correr en el desierto de la
dimensión de Nexoprath, separarnos en las escaleras, entrar a su castillo, oír
un disparo, su grito de dolor, un charco de sangre, y…
●●●
Abrí
los ojos de repente y desperté sobresaltado, intentando acostumbrarme a una
fuerte luz, y deseando que alguien cerrara la ventana de mi habitación para que
yo siguiera durmiendo al lado de Agustina. Pero al instante recordé que no
tenia nadie que me cerrara nada ya que me encontraba solo, en un viaje para
salvarla a ella de una muerte que no había terminado de pronunciarse, y que no
tendría por qué estar durmiendo si lo último que había hecho era cruzar una puerta
hacia un nuevo mundo, totalmente despierto y descansado, ya que no era ni
mediodía, por lo que me incorporé en la cama, abrí los ojos lo más que pude y
observé. Estaba en una incómoda cama en una habitación humilde, y la luz fuerte
era efectivamente de una ventana abierta de par en par, que dejaba ver un cielo
cubierto de nubes, y neblina adornando el poco paisaje que se me presentaba.
Era una aldea, aparentemente desierta, ya que no se oía ni el murmuro del
viento, pero había algo en el aire que me decía que era por una razón. Por mi
habitación entonces entró una mujer desconocida, vistiendo un vestido hasta los
tobillos y encima de él un delantal blanco. Se acercó a mí como si nada y me
dijo:
—Oh, qué bueno que estás despierto, hijo. Vístete, por favor,
y ayúdame, ¿quieres? —y al decirlo me sorprendió. “¿Esta mujer está loca? ¡No
se parece en lo más mínimo a mi mamá!”, pensé. Al recordarla suspiré amargado
un momento, en el cuál ella me tiró ropa tejida a los pies de mi cama, pero más
que eso no me dejó pensar, porqué continuó hablando. —Me han traído dos hombres
más temprano, tengo que atenderlos de urgencia, pero tus hermanos se levantaron
y tengo que hacerles de comer y cuidarlos. ¿Podrías hacerlo por mí? —y ante el
silencio que hizo esperando mi respuesta, solo dije “si, ya voy”, y se marchó
contenta.
Es obvio pensar que esa mujer creía que yo era su hijo…pero
¿cómo podría pensarlo? Me levanté, vestí, absorto en mis dudas, y cuando me vi
débilmente reflejado en el vidrio de la ventana me sorprendí a ver otro chico
de mi edad tocándose la cara con sorpresa en lugar de a mí. Él hacía todo lo
que yo, abría sus ojos con incertidumbre, buscando razón y verdad donde solo
había desconocimiento. Pero luego entendí que ese era yo…había aparecido en
este mundo luciendo como otra persona, tomando hasta prestada su vida, supuse.
¿Qué había pasado para que yo despertara de pronto en este cuerpo? La respuesta
resonó en mi mente con una voz conocida…indeseada.
—Es una de las desventajas de viajar entre dimensiones,
Ángel—me dijo Nexoprath—. Nunca sabes lo que puede llegar a pasar, qué clase de
mundo sea y qué reglas físicas, racionales o no, rijan allí. Has despertado en
el cuerpo de otra persona, por lo que no te queda más alternativa que intentar
seguir con su vida en lo que buscas la nueva llave. Notarás que sigues trayendo
puesto el anillo, y tu mochila con tus pertenencias sigue contigo, a los pies
de tu cama. Podría ser peor—terminó, y calló de repente. Cuando comprobé estas
últimas nociones, y me dije que verdaderamente no podía hacer más que seguir
con la corriente, terminé cruzando la habitación casi vacía a excepción de la
cama y un pequeño armario, crucé un pasillo y salí al comedor, armado solo con
miedo. Me tranquilizó el hecho de ver que ni bien entré a la habitación, dos
caritas sonrientes me fueron a abrazar a las corridas. Era un niño de cuatro
años y otro de, luego me enteré, casi dos, ambos muy parecidos a la figura que
me había reflejado el vidrio de la ventana, a aquél a quien había robado su cuerpo.
Mi supuesta madre estaba en una sala conjunta, según vi por una puerta abierta
al atravesar al lado de la mesa y sillas donde debía servir comida para los
niños. Era enfermera, según vi, o médica, y estaba atendiendo a dos hombres…dos
soldados heridos en batalla. Un estruendo sonó en la lejanía, como un cañonazo,
y me hizo sobresaltar pero no a “mis hermanos”, aparentemente acostumbrados.
Había una ventana por la que de pronto primero oí y luego vi pasar un pequeño
pelotón de uniformados, tronando sus botas en el suelo de tierra. Las piezas
comenzaban a encajar. Estaba en un país en el medio de la guerra y la madre de
mi nuevo yo era una sanadora de uno de los bandos, esperaba yo que fuera el que
tuviera las de ganar. Aunque conociendo mi suerte hasta ahora, sería poco
probable.
No entendí cómo, en su momento, pero sabía dónde estaban
todos los ingredientes que necesitaba para hacerles el desayuno a mis
hermanitos, dónde ubicar los recipientes y cubiertos y cuáles eran sus
preferencias. Me limité a dejarme llevar por lo que la memoria de este nuevo
cuerpo estaba acostumbrado a hacer en esas ocasiones, mientras mi mente me
llevaba a otra parte. ¿Cómo haría para encontrar la llave correcta en este
lugar? Seguro que habría soldados por doquier, gente en sus casas, mucha
población con probabilidades de servirme. No iba a poder apuntar el anillo con
ellos aquí y allá porque no sería tan fácil inmiscuirme entre tropas militares
o gente enferma o asustada, encerrados en sus casas. ¿Y si mi destino colgaba
del cuello de algún capitán, de algún jefe de Estado, de algún soldado en plena
batalla? ¿Y si el propietario yacía por allí, en el campo, muerto de un balazo
o apuñalado por la espalda? Me encontré mirando a los pequeños engullir lo que
les habría preparado, que ni yo mismo sabía que era pero les parecía encantar,
y con mi madre a pasos míos que me miraba como si esperara una respuesta a una
pregunta que no escuché.
— ¿Cómo, mamá? Disculpa, no te oí—logré decir
apresuradamente.
— ¿Qué si podrías dejar comer tranquilos a tus hermanos y
ayudarme solo un momento a mover a un paciente? —Repitió alegre, como si
hablara de algo cotidiano. Todo me parecía raro, como si estuviera soñando o
viera una película en primera persona, pero tenía que encajar para no levantar
sospechas. Cuando ingresé a la sala de los convalecientes, me había imaginado
algo mucho más sangriento, crudo, y mutilado, pero la poca sangre presente
yacía seca, como manchas en los trajes de los dos soldados sobre las camillas
que había. Uno de ellos, el más cercano a la puerta, yacía dormido, seguro
producto del alivio que habría recibido al recibir la ayuda médica que
necesitaba. Tenía una venda en la cabeza y los cabellos mojados, como si mi
supuesta madre le hubiese recién lavado la sangre de ellos, y había un vendaje
apretado y reluciente en su rodilla, algo que me indicó qué había pasado con el
resto de esa pierna perdida. No parecía haberla perdido recientemente, pero
algo habría pasado que la curandera tuvo que vendarle de nuevo la herida. El
otro hombre yacía despierto, aunque parecía delirar un poco de fiebre. Su cara
brillaba con la luz de la ventana de madera abierta, y por lo demás parecía
estar sano. Vi cuál era el problema cuando me dispuse a moverlo por el lado
izquierdo de su cama. A la altura de su cintura, una gran herida cocida tenía
un muy mal aspecto, como de haberse infectado, y parecía supurar bajo una gaza
que mucho bien no le hacía.
Cuando lo trasladamos a la cama de al lado, una a la que le
daba mucho mejor la luz de la mañana, él se quejó por un momento y murmuró algo
inentendible, pero mi madre se puso manos a la obra y comenzó a limpiarle la
herida de la cintura con agilidad, y a untarle algo que no supe que era.
—Se bueno, y mójale de nuevo el pañuelo de la frente, hijo,
que ya debe de estar caliente—me pidió ella, y yo le retiré cuidadoso el trapo
de la cabeza del joven soldado y fui a la cocina para traerlo rápidamente
empapado y chorreando agua. Él se volvió a quejar, pero pareció más relajado
cuando le puse el pañuelo y mamá dejó de tocarle la herida infectada.
—He tenido peores—dijo ella unos minutos después, cuando
bebía el té que le había preparado y se sentaba conmigo en la mesa mientras mis
hermanos corrían en el patio trasero que se podía ver claro desde la cocina. —Al
primero solo se le descocieron unos puntos en la pierna amputada y sufrió una
contusión en la cabeza, pan comido. La herida de la pierna ya estaba bastante
bien cuando me lo trajeron, solo necesitaba que le re-hiciera los puntos y le
tratara ese golpe en la cabeza que temían fuera algo importante pero que no va
a pasar a mayores. Me preocupa el otro, del que poco me supieron decir y no sé
ni cómo se hizo la herida. Creí que la había desinfectado lo mejor que pude y
que los puntos harían su trabajo y que solo tendría que ver cómo evolucionaba,
pero subió mucho de temperatura en poco tiempo. Pero bueno, como he dicho…han
habido casos peores.
Yo me limité a decirle cuánta razón tenía porque no quería
contradecir sus palabras, y además, porque no lo dudaba. Sabía y se notaba que
era muy buena persona y qué haría lo que fuera por sus pacientes. Verla allí,
mirándome con esa sonrisa maternal propia de alguien que agradece tener a su
hijo como su mano derecha como se veía que me tenía a mí, me hizo acordar a mi
propia madre. La extrañaba mucho. Ella hubiera sabido que palabras decirme en
cada momento que la necesité en estos meses. Me hubiera contenido como nadie
más. Y Bella también. Ellas dos habían sido mi mundo antes de…antes de
Agustina. Y ahora las necesitaba más que nunca. Pero este viaje tenía que
hacerlo solo, yo bien lo sabía. Necesitaba recorrer yo mismo cuántos universos
y dimensiones fueran necesarias, conseguir todas las llaves que hicieran falta
o no habría forma de hacerla volver jamás. Estaba a tiempo aún, pero tampoco
debía dormirme en los laureles. Fue entonces cuando me puse de pie, decidido, y
dije:
—Mamá, voy a dar un paseo…no me tardo—anuncié. Fui a la
habitación, agarré mi mochila y el anillo de Nexoprath y enfilé hacia la
puerta. No quería darle demasiado tiempo para que me interrogue, pero aún así
no pude evitar quedarme para que al menos me respondiera algo:
— ¿Ah, sí? —Preguntó, realmente sorprendida. Lamenté que este
chico en el que había despertado no fuera alguien que saliera demasiado de
casa, pero no podía ser tan extraño ni descabellado que quisiera ir por allí a
estirar las piernas. — ¿Estás seguro? Andan oficiales de aquí para allá, los
escuchaste hoy…
—Lo sé, mamá, pero no me voy a alejar mucho y voy a estar
aquí para el almuerzo, no te preocupes—le dije, y me fui sin más preámbulos.
Afuera, como lo había anunciado la particular luz matutina, estaba
completamente nublado, y una neblina empeoraba el desalentador paisaje. Estaba fresco,
pero no quería abrigarme. Sentía que debía ponerme a correr para recorrer mejor
el lugar y en menos tiempo, y eso hice. Fuera de casa, se notaba que era un
barrio muy humilde, decadente y antiguo, y que la gente no salía mucho de sus
casas. Noté un par de miradas curiosas desde las ventanas, y me dije que
seguramente los ojos de mi madre me seguirían hasta que la niebla me tragase.
Fui hasta el final de la calle, caminando con apuro, no queriendo correr aún, y
cuando la niebla me impidió ver dónde quedaba mi casa, ahí eché a correr.
Tenía el anillo puesto, e intentaba apuntar de un lado a otro
sin atraer demasiado la atención. Me acomodaba una correa de la mochila para
apuntar para un lado, me acomodaba innecesariamente el corto cabello de esta
cabeza que contenía mi mente para dirigirlo hacia el otro, pero éste cumplía la
misma función que cualquier otra pieza de joyería y no hacía más que decorarme
la mano. En un determinado momento sentí pasos multitudinarios, rítmicos, que
sin duda indicaban que se acercaba a mí otro pelotón de soldados como el que
había visto hoy temprano por la ventana, y me escondí detrás de un árbol para
evitar que me vieran, aunque difícil sería que lo hubiesen hecho con la espesa
niebla que había. Me sentía en un laberinto lleno de peligros, porque según con
lo que me iba encontrando, más que un barrio en una ciudad parecían grupitos de
casas en una villa. Llegaba a callejones sin salida, a pasillos tan estrechos
que para pasar tenía que hacerlo de costado y caminar cual cangrejo, y la
precariedad y la desolación se me hacían presentes con tanta frecuencia que no
entendía cómo la gente podía vivir así día tras día. Quizás, con un tiempo más
despejado y no estando en una terrible guerra (que implicaba escuchar bombazos
lejanos cada tanto, ver militares heridos ir y venir, y encontrarse, si tenías
tan mala suerte como yo, con un mínimo de un cadáver por día tirado en la calle),
el lugar llegaba a ser bonito. Pero como estaba ahora, esa era la última
palabra que usarías para describir el segundo mundo en el que me encontraba.
Pasé el resto del día, tanto antes como luego del almuerzo,
recorriendo el lúgubre lugar, que parecía no tener fin, y cuando volví al
atardecer, no me sorprendió que se largara a llover ni que la precipitación se
mantuviera así toda la noche, ya que las densas nubes en el cielo lo habían
augurado toda la jornada. El problema fue que el clima no varió durante mi
estadía, y más lúgubre no podía haberse puesto ni hecho mi humor. Hasta el
segundo y el tercer día allí transcurrieron iguales que el anterior. Despertaba
para ayudar a mi madre con los heridos, que venían más seguido de lo que se
iban, les hacía el desayuno a mis hermanos, daba un paseo siempre intentando
recorrer nuevos lugares, volvía para almorzar, salía de nuevo durante la tarde
y venía para cenar. Nunca encontraba nada, por más que arrimara el anillo hasta
las puertas mismas de las casas, estrechara manos con niños o ancianos,
saludara disimuladamente a personas aquí y allá, me pasara el día entero
caminando y corriendo entre pasadizos, callejones, casas abandonadas, plazas
desoladas…nada servía. Sin embargo, mucho peor era para la búsqueda el hecho de
que el clima no cambiase un ápice día tras día. Siempre la misma niebla, el
mismo frío, las mismas nubes blancas entristeciendo el lugar, los mismos ruidos
de guerras lejanas, algún que otro disparo que traía el viento hasta las
aldeas…siempre igual. Me enfermaba. Agradecí encontrar algo más interesante que
visitar, al cuarto día, una zona que hasta ahora me reservaba.
Era de tarde. Crucé a través de las casas, los callejones,
como era usual, evité un pasillo horrible y oscuro que me daba mala espina, y de
pronto me acerqué a un edificio que se me alzó alto tan rápidamente que si no
hubiese sido porque entendía que la niebla no me lo había permitido ver hasta
entonces, hubiera creído que se me había aparecido allí de repente. Por lo que
vi, parecía ser una estructura sin terminar de algo terriblemente grande, un
hospital quise adivinar, y me pareció que el anillo en mi mano oscilaba
débilmente cuando me colaba por unas maderas desvencijadas para entrar. El
suelo no estaba terminado, por lo que el césped amarillento crecía sin temor
entre las paredes y las vigas que sostenían el armazón del edificio a medio
construir. Olía a humedad, y en efecto las paredes de piedra estaban muy
húmedas. El musgo verde y horrible crecía aquí y allá, y cuando crucé lo que
parecían dos o tres habitaciones al lado de las otras, me encontré con un
paisaje un poco más grande que lo visto hasta entonces. Mientras el anillo
vibraba ininterrumpidamente en mi mano, noté que me había adentrado a un
vestíbulo, según parecía, en ruinas. Allí no parecía que algo faltaba por ser
terminado, si no que había sido terminado y se había derrumbado con el pasar de
más años de los que el edificio debía tener en realidad. Una viga se había
vencido al peso de la estructura y se había doblado, tirando una pared abajo
desde tres pisos más arriba de lo que yo podía ver, y parecía como si un
tobogán de piedra se alzara ante mí. Unas perezosas plantas habían logrado
crecer entre el césped reseco, sin embargo, allí dónde estaban parecía haber
más humedad porque la vegetación tenía un color más vivo y tirando más al
verde.
Se oía el agua caer allí y acá, probablemente agua acumulada
de las densas y nocturnas lluvias, y había cierto misticismo en el ambiente que
me adelantó que algo ocurriría en este lugar. Desgraciadamente, la experiencia
como Explorador del Tiempo me había enseñado que si quería encontrar algo
fantástico y fuera de lo común tenía que meterme en espacios peligrosos,
misteriosos, o que me produjeran algún tipo de presentimiento, y este lugar lo
tenía todo. En efecto, era una buena señal; pero pensar en pelear contra
soldados, cómo lo mínimo que me podría llegar a pasar, armado ni siquiera con
mis alas para escapar, no era para nada alentador. Sin embargo, no me quedaba
otra opción que seguir avanzando. Detrás del tobogán de piedra que se alzaba
ante mí había lo que me pareció ser un largo pasillo iluminado por la tenue luz
del día nublado. El anillo en ese punto ya casi me llevaba por su cuenta.
Vibraba ya frenético, y me hacía temblar tanto la mano que no parecía que fuera
mía, y para empeorarlo, se me estaba adormeciendo, pero supe mantenerla. Caminé
por el pasillo algo tenebroso, algo misterioso, y de repente algo me tomó de la
mano que llevaba delante de mí y me tiró hacia adelante. En realidad, eso fue
lo que sentí, porque evidente eso no fue lo que pasó: yo estaba solo. Eso a lo
que me estaba guiando el anillo estaba tan cerca o yo era tan torpe al no poder
verlo que literalmente mi mano se arrojó sola junto a todo mi cuerpo por el
aire. Volé unos segundos tirado por ese endemoniado ese anillo, pero yo sabía
que iba a chocar pronto contra algo. No lo deseaba, pero era de esperar.
Y golpeé la piedra con todo mi cuerpo. Se sintió terrible,
fue como si hubiese caído de dos pisos hacia el concreto, pero con la parte
delantera de mi cuerpo. Mi instinto me llevó a intentar proteger mi cabeza,
pero aún así el impacto fue fuerte y me dolió de pronto todo cuando caí al
suelo, habiendo atravesado una pared que seguramente no estaba demasiado
terminada como para que yo pudiera pasar a través de ella. Pero el anillo me
había dejado en el suelo, en una nueva habitación no mucho más iluminada que el
pasillo por el que había volado, y escuché dos cosas antes de percibir otra
cosa que el dolor de mi cabeza, cuello, brazos y hombros. La primera, la más
inofensiva, fue el sonido ya familiar del caminar de los uniformados, de las
botas de los soldados que en sintonía caminaban por alguna calle que debía
estar cerca, pero no pude investigar de dónde venía, porque el siguiente sonido
fue peor y le sucedió casi de inmediato. Fue un combinado de vigas
retorciéndose lentamente, ladrillos viejos crujir, y la lejana advertencia de
que lo que estaba por pasar cerca de mí ya estaba sucediendo en las demás
habitaciones. El techo que me cubría comenzó a desmoronarse, un trozo grande
éste cayó a cuatro metros de dónde yo estaba tirado, luego otro pedazo mucho
más cerca, y me levanté justo a tiempo para evitar que el tercer escombro me
enterrara vivo. Ahora aquí y allá, donde quiera que viera, la estructura se
venía abajo, y yo tenía que salir o no viviría para contarlo.
El estúpido anillo se mantenía ahora tan quieto como lo
hubiese hecho uno común, y yo no lo entendía, pero busqué alguna ventana que me
dirigiera al exterior o alguna salida, cualquiera. Después de todo, si había
escuchado a los soldados era porque muy lejos no podían estar, pero aún así, no
encontré nada que me sirviera, salvo una puerta abierta de par en par hacia
otro vestíbulo que estaba cayendo abajo. Salí corriendo por allí justo cuando
la mitad del techo de esa habitación en dónde estaba se desmoronaba y supe que
no debía detenerme. Corrí a través de puertas de madera venidas abajo, plantas
espaciadas que habían logrado crecer entre las hendijas por donde se colaba el
sol cuando no estaba nublado, vigas que se caían delante de mí y tenía que
esquivarlas, hasta que otra especie de tobogán me tiró a un lado y me hizo
entrar en una nueva habitación. Por un momento estuve en total penumbra, y
hasta pareció que la destrucción se hubiera detenido, aunque los sonidos
distantes siguieron aturdiéndome. Era como si el derrumbe fuera ajeno a la
habitación, como si esta estuviera a salvo. No había ventanas, y tampoco
entraba luz de ningún otro lado, salvo de la piedra negra de mi anillo. Se
había encendido de repente, yo no sabía cuándo, pero no vibraba ni se mostraba
tan enloquecido como hacía hace poco. A la luz emitida por este pude ver mejor
que el cuarto no era muy grande, y que solo había polvo y algún escombro en el
piso, a excepción del pedestal que había en el medio. Encima de este había lo
que parecía un cofre, y con el corazón acelerado fui hasta él. No estaba
cerrado, como hubiera creído, sino entre abierto. El pequeño candado que lo
había protegido hasta, parecía, muy poco, yacía forzado en el piso, y cuando
abrí la tapa del pequeño cofre, mi temor se cumplió. Había un receptáculo que
parecía haber sostenido hasta hacía no mucho una llave…pero esta no estaba.
¿Por qué había brillado el anillo si la llave no estaba? ¿Y
por qué me había impulsado una fuerza tan potente que me hizo estrellarme
contra una pared y desestabilizar la débil estructura del edificio, si, de
nuevo, no había nada en ese cofre? ¿Los pasos de los soldados habían
significado que ellos se habían llevado aquello que yo tenía que buscar? No
hubo tiempo para seguir dudando, porque aquello que había mantenido a salvo al
cuarto dejó de funcionar, hubiera sido magia o una posición ventajosa que la
alejaba del peligro. El techo y las paredes temblaron, y yo salí por donde vine
antes de que fuera muy tarde. De vuelta en un pasillo vi que había mucha más
luz a mí alrededor que antes. El edificio se estaba desmoronando tanto que la
luz del sol que poco iluminaba detrás de las nubes caía como faros por donde
mirara, pero las vigas se seguían retorciendo, las paredes seguían crujiendo y
llovían escombros y bancos de polvo por doquier. No esperé más y me eché de
nuevo a correr. Yo no lo veía, porque me hacía paso entre el derrumbe como
podía para no quedar aplastado, pero a cada paso que daba las paredes se caían
a centímetros míos, y las vigas de acero caían con estruendos que hacían vibrar
la tierra, siempre a punto de estrujar mi cerebro contra el suelo. Corrí más
fuerte, me abalancé por un pequeño orificio entre dos toboganes, y me golpeé
duro con algo en la frente cuando salí de ese diminuto túnel, mientras una
piedra grande me cayó, al comenzar a avanzar, directo en el pie derecho. Medio
tambaleándome y medio sosteniéndome la cabeza por el dolor, vi entre la nube de
polvo y escombros cayendo por doquier un pedazo de calle. La salida.
Casi me alegré de ver de vuelta la niebla y sentir la calle
bajo mis pies cuando logré salir. Detrás de mío, con un último estruendo que
hizo asomar la cabeza de la gente por las ventanas para ver qué había sucedido,
el edificio terminó de desplomarse y una nube de polvo se extendió por ella.
Entre la niebla, los escombros y el polvo fue primero difícil saber qué había
sucedido, pero luego se vio claramente el edificio en ruinas, totalmente
destrozado, como si lo hubieran demolido a propósito. Me quedé embobado allí
intentando encontrar con la mirada algo, pero no había nada que ver. Solo vigas
tiradas, paredes, techo, chapas, piedras y ladrillos hechos trizas o revueltos
entre sí. Tardé un segundo en recordar qué hacía allí, pero me volvió el alma
al cuerpo cuando volví a escuchar las pisadas de las botas de soldados en el
suelo. Miré a mi alrededor, a la izquierda, a la derecha, y los vi. Los últimos
dos uniformados de una formación que caminaban al unísono se alejaban de mi,
internándose en la niebla a una calle de distancia. De inmediato corrí hacia
ellos, esperanzado, más contento aún cuando sentí que el anillo oscilaba en mi
mano, y rápidamente los alcancé. No supe si debía gritarles, pedirles algo,
pararme frente a ellos y esperar que alguno me reconociera, o estirar la mano
para que alguno me diera la llave que se habían llevado del cofre, pero uno
debió ver la expresión extrañada que tenía cuando dejé de correr cerca de ellos
y me dirigió una mirada fugaz, para luego seguir el paso. Yo comencé a caminar
a su lado, sin saber qué debía hacer, y abrí la boca para decir algo pero no
supe qué. Si me preguntaban quién era, ¿tenía que mentir? Si me preguntaban qué
necesitaba, ¿qué tenía que responder? Si me preguntaban a quién buscaba, ¿qué
debía decir?
— ¡Toby Cox! —Grité. Fue lo primero que se me vino a la
mente. Era el nombre del nieto de Madame Le Boutox, cuya fotografía yacía en el
relicario que había encontrado en posesión del ladrón; el mismo que le había
dado a ella, y antes de irme me lo había devuelto, y yacía ahora en mi mochila.
El soldado que me había mirado fugazmente se volvió hacia mí y pidió permiso
para romper filas. Cuando los demás y el superior lo esperaron, él se acercó y
me preguntó:
— ¿Cómo sabés mi nombre?
—Vos sos…Toby, ¿no? Tobías Cox, ¿no es verdad? —le contesté,
mientras abría mi mochila en una maniobra que me hizo doler varias partes del
cuerpo por todos los golpes que había tenido en el derrumbe, y saqué el
relicario. —Vos sos…el mismo soldado que estaba en mi casa, el de la fiebre.
Mamá dijo que ya estabas mejor, pero no sabía que te iba a dejar ir…—agregué
mientras le daba el bello pero pequeño collar. Él lo tomó, incrédulo pero con
una sonrisa que se dibujaba más y más clara en sus labios, y lo abrió, para
encontrar una fotografía de sí mismo devolviéndole una mirada mucho más seria
que la suya. En el momento en que él la examinaba y me expresaba su gratitud,
sin hacer caso al hecho de que yo lo había visto antes, me quedé pensando. Ese
relicario se lo habían robado a una señora en un tiempo moderno, en un París en
donde la tecnología había avanzado como en mi planeta, y todos disponían de
celulares, autos modernos, televisores. Y tenía la foto de un nieto que vivía
en otra dimensión, en un tiempo más antiguo, en donde los chicos se divertían
jugando en los jardines y no con videojuegos o computadoras; en dónde los
muebles eran de madera tosca, al igual que las puertas, con sus tan sencillas y
precarias cerraduras. Las casas eran elementales, y el edificio por el cual
recién había salido era el más moderno de todos en la región, y no estaba
terminado. Las cosas no cuadraban…
— ¡Gracias, muchísimas gracias! ¿Quién te lo dio? —Me estaba
preguntando el tal Tobías mientras se abrochaba el relicario en su cuello.
—Tu…abuela—conseguí decir, a lo que él me miró como si
hubiese dicho una tontería.
—Mi nieta, querrás decir—me dijo con un guiño y una voz tan
baja que solo yo lo oí. —Mi nieta te lo dio, y su nieto, o sea, mi tataranieto;
lleva mi mismo nombre, pero no mi apellido, y se parece mucho a mi, ¿no es así?
—Respondió, como si me explicara que está nublado cuando las nubes tapan el
sol.
—Pero…no ténes edad como para ser abuelo—Dije atónito. No
entendía absolutamente nada.
—No, pero algún día sí la tendré. Y dejaré escondido este
guardapelo para que solo mi tataranieto de alguna forma lo encuentre, y cuándo
Tobías Le Boutox se vaya a la guerra a por un destino no muy favorecedor, se lo
regalará a su abuela, Millicent, para que lo recuerde mientras se ausente. Él
entenderá todo, y ella lo atesorará hasta que un ladrón se lo quite y luego vos
se lo devuelvas, y cuando eso suceda, el ciclo habrá quedado terminado. Ella te
lo dará, vos me lo traerás, y todo este lío quedará reducido a solo una
complicada…
—Paradoja—adiviné, al mismo tiempo en que él lo dijo. — ¿Y
por qué se tenía que dar todo este asunto del relicario? ¿Qué tiene que ver
conmigo o con…mi misión? —Pregunté. Era otro de esos complicados momentos que
había que detenerse un rato para comprenderlos, o directamente no gastarse ni un
segundo en hacerlo.
—Nada, por supuesto. —Dijo resuelto, mientras sacaba algo del
bolsillo delantero de su pantalón y lo ponía frente a mí. Disimulé el brillo
del anillo apretando esa mano con la correa de la mochila hacia mí, mientras él
me mostraba una llave antigua, grande y blanca como la nieve. —O todo, si así lo
prefieres. Es parte de las paradojas. Aquí tienes, supongo que la estabas
buscando, ¿no?
—Sí, gracias, pero…todavía no entendí lo del relicario ese.
¿De quién es originalmente? ¿Quién lo tuvo primero? —Le pregunté. Quería
comprenderlo, pero se me hacía tan difícil.
—Yo, ¿no es obvio? Me lo acabas de dar desde otra dimensión,
por lo que en este universo acaba de aparecerse con tu llegada. Hasta entonces,
acá no había existido. Yo se lo daré a mi tataranieto, él se la dará a mi
nieta, y ella a vos. Todo estará solucionado.
—Pero, por lo que habías dicho, creí que había viajado en el
tiempo y no hacia otra dimensión. Si sos el abuelo de Madam Le Boutox, quien
era vieja cuando la conocí, he de pensar que volví en el tiempo, ¿no? Sos
joven, no hay manera de que puedas ser su abuelo actualmente si ella es mayor
que vos…
—El círculo no tiene principio ni fin, Ángel—dijo,
saludándome como hacían los militares hacia sus superiores. Dio media vuelta,
avanzó a zancadas hacia su pelotón, pero antes de marcharse me dirigió una
mirada y unas palabras (“Gracias por el relicario…¡Adiós!”) y el grupo se
alejó, siendo engullido por la niebla.
Yo me quedé parado como un tonto, sin entender nada, pero lo
que si fue fácil de aceptar era que de un modo u otro había encontrado la
llave, y yo no estaba en ese mundo para nada más. Era hora de marcharme, porque
ya no había razones para permanecer allí por mucho tiempo, pero quería volver a
mi casa, o a la casa de este cuerpo. Me puse en camino hacia allí, alejándome
de las ruinas a una velocidad más lenta de lo que me hubiese gustado, pero el
cuerpo que había pedido prestado estaba agotado, herido, y no debía exigirlo
más de lo que lo había hecho estos días; era hora de dejarlo. Cuando llegué a
la casa y me recibieron los dos niños pequeños, sentí aún más la distancia que
había entre ellos y yo. Ahora podía dejar de fingir, porque el papel del hijo
de la enfermera ya no me hacía falta, pero no quise hacerlo. Traté de seguir el
día como lo hacía siempre. En un momento pasé por la sala que mi mamá usaba de
enfermería y, efectivamente, no había un herido más allí. Todos se habían ido;
seguramente algunos serían los compañeros de ese Tobías.
No quise pensar mucho en ese asunto, y menos preocupar a mi
madre con mi estando cansino y pensativo, por lo que evité que notara mis
heridas, calentamos el agua para que los niños de bañasen y luego yo tomé un
reconfortante baño para sacarme todo de encima: la suciedad, el cansancio, y
hasta los problemas. Quería irme de allí, porque sentía que cada segundo desde
que había obtenido la llave hasta que me fuera era tiempo valioso que estaba
perdiendo. Luego de que todos se fueran a dormir, cuando el clima repitió su
menú de los días pasados, tomé el anillo de mi mochila (que había dejado allí
porque no había parado de brillar desde que había estado cerca de la llave), me
lo puse, e introduje la llave blanca como la nieve en la cerradura de la casa.
Al darle dos vueltas a mi derecha, como si fuera a abrir un cerrojo que en
realidad no había cerrado, una luz blanca entró de los sitios por los que la
madera dejaba pasar el aire, y por un pequeño agujero en la esquina superior
que habrían mordido las termitas.
Agradecí que al abrir la puerta no me fuera encontrar con
otra noche de lluvia como las que había presenciado en mi estadía en ese lugar,
y mochila al hombro, me fui de ese mundo, notando que al cruzar la puerta el
cuerpo prestado se quedaba del otro lado y era el mío propio el que caminaba
por el blanco puente hacia la siguiente puerta.
¡FELICES NAVIDADES CON LOS EXPLORADORES DEL TIEMPO!
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